miércoles, 24 de diciembre de 2008

...

Compré un minuto. Y me lo gasté en comprar otro más.
Lo que me sobró, lo gasté en escribir esta biografía.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Secuelas

El siguiente texto lo ha escrito Ixai Salvo Borda. Describe a la perfección la sensación que provoca haber dejado algo atrás porque, uno no se da cuenta de que es feliz, hasta que llega la nostalgia y el vacío. Concretamente, habla sobre la representación de una obra musical -ya que participó activamente en una hace apenas tres días- pero el sentimiento es compartido en todas las circunstancias en las que uno debe abandonar y pasar página.


"Se acabó, cerró el telón y las luces se apagaron. En el escenario solo queda ahora el eco de los aplausos, risas y cantos. Los actores ya se han marchado, los instrumentos de los músicos duermen guardados. El público dormirá en sus casas cn una pizca de ilusión brillando en su interior tras la función. Ahora solo queda nostalgia de tan buenos momentos, risas y juegos. Y se difuminan poco a poco los malos recuerdos para dejar solamente un poso de amargor sobre la agridulce felicidad del trabajo bien hecho. ¿Se tiene que acabar realmente? ¿Qué qeda de todo esto? Entre las tablas del escenario, en el alma del piano y en cualqier lugar que un actor, músico, director o ayudante del musical estuviese quedará esa ilusión, esperanza y esfuerzo guardado. Entre los músicos, actores, director y ayudantes, la amistad que solo puede surgir de compartir cosas como ésta. ¿Una gran familia formada? No lo sé. Al menos sé que he conocido a personas increíbles. Han sido unos meses de ensayos geniales (cn sus más y sus menos, claro) y dos dias de funciones extraordinarios."


Gracias, Ixai.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Sí o no

Nonno, ¿crees en Dios?, le pregunta mientras apoya la copa de vino sin hacer ruido, mira hacia la ventana para que su abuelo no note la mueca que se dibuja en su rostro. Afuera su madre está tomando el sol mientras su padre lee el periódico, no se dirigen la palabra. La madre está quieta, preocupada por no moverse demasiado y que su esposo advirtiera que la gravedad también había pasado a cobrar cuentas por su silueta. Él pasa las páginas, ayer el presidente ha dicho que la crisis está en control y las páginas amarillas están vendiendo un camión con tres caballos de fuerza.

¿En Dios?, exclama el abuelo en medio de una carcajada. !Ay, Mila! Anda, sírveme más. Ella se incorpora y camina hasta la cocina. Regresa con otra copa de vino y se la entrega a su abuelo al tiempo que le da un beso en la frente. Entonces, nonno, ¿sí o no?, le insiste apoyando los codos en la mesa y su rostro sobre las manos. Ha empezado a llover, su madre se levanta y corre a la sombra. ¡Vaya clima!, dice el abuelo sin mirarla. Te cuento otra historia de la guerra.
Mila se echa hacia atrás decepcionada. Le encantaba oír las anécdotas de su abuelo en la Segunda Guerra Mundial, iba a escribir una novela acerca de ellas. “El viejo Africano”, incluso el titulo estaba ya decidido. Pero en ese momento le había hecho una pregunta y quería una respuesta.
Él reconoce en los ojos negros de su nieta los reproches de su mujer. Aquella señora grande y elegante que había sido víctima de sus locuras, aquella mujer a la que nunca le dio una respuesta. Por qué has llegado tarde, Vincenso. Y nada, él no decía nada. Le pedía una copa de vino, la besaba y le contaba alguna que otra peripecia.

Cómo te lo digo, empieza el abuelo tras un silencio incomodo. La madre ya está dentro, la escuchan tararear una canción de Silvio Rodríguez; la canción preferida de su esposo. Nonno, sólo tienes que decir sí o no, le explica Mila y levanta su copa para beber un poco más de vino y así estar en sintonía con su abuelo.

La madre aparece por la puerta, ha traído una bandeja de galletas. ¿Qué te de dicho, Mila, sobre el vino?, apoya la bandeja sobre la mesa, suspira y le arrancha la copa de la mano mientras fulmina a su padre con esa sonrisa que sabe que él odia. Mila sonríe también.¡Pero si es jugo de uvas!, grita el abuelo y se lleva las manos a la cabeza. ¡No, no!, esto no se ve en Italia. Mira a la pobre niña, está pálida, el vino le hará bien. La madre de Mila lo ignora y se marcha. Mila se encoge de hombros. Es mamá, le explica y coge una galleta. La aplasta con los dedos y saca sólo las chispitas de chocolate.

Están solos otra vez. El abuelo sabe que Mila lo está esperando. Yo no sé si existe Dios o no, dice finalmente y se bebe todo el vino de un sorbo largo. Se carcajea. Esta chiquilla había salido peor que su mujer. Yo no sé eso, Mila, pero lo que sí te puedo decir es que si existe, yo ya tengo un puesto de primera fila reservado en el infierno.

Le toma segundos darse cuenta de lo que acaba de hacer. Nunca había sido un hombre egoísta, claro que había sido mentiroso, mujeriego, tramposo... pero nunca egoísta. Qué bien se había sentido esa desnudez tan intensa. Los ojos de su nieta no cambiaron, continuaban así, inmóviles, como si esperarán una segunda carcajada, una explicación.

El abuelo se incorpora, sale al patio y se queda de pie bajo la lluvia; el agua se esconde entre sus arrugas. No hace frío. Su mujer, a la que nunca le dio demasiadas explicaciones, lo amó hasta el día de su muerte. Sonríe, a ella también le encantaba la lluvia. Él no la cuidó durante su enfermedad, pero en sus efímeras visitas al hospital, la nonna pedía que la maquillen, que le pongan ese vestido, que la peinen. Entonces él llegaba y la besaba. Dónde te habías metido, Vincenso, le susurraba. Estaba buscándote y ya te he encontrado, le respondía apretándole la mano con fuerza.

Mila esperó. Esperó a que pare la lluvia, que su padre terminé de leer el periódico, que su madre acabe de hornear... Se comió todas las chispitas de chocolate de cada una de las galletas que había en la bandeja. Mila esperó esa segunda carcajada que no llegaría.

Nunca más volvió a beber vino. Y si lo hacía, no tenía ningún problema con que su abuelo vea la mueca que aparecía en rostro.
Odiaba el vino, sí, siempre había sido así.

Confesión


Mi padre siempre me decía que llegaría a ser leyenda. Me crió desde pequeño para ser perfecto, una máquina de matar. “Un héroe no tiene puntos débiles” me reprochaba cuando me equivocaba, y me tiraba del pelo. La excusa del pelo ya la había cogido Sansón.

Cansado de ser el hijo perfecto, me inventé que tenía débil el talón. Tendríais que haber visto la cara de mi padre, Peleo. Se corrió el rumor por toda Grecia y Roma de que mi madre me bautizó cogiéndome del talón y que por eso… Eso sí es ridículo. A partir de entonces, mi vida se convirtió en un teatro. Combatía con los talones vendados, pero no me importaba, porque era famoso por ello.
Cuando llegó la guerra Troya, la más terrible en la que combatí, todos pusieron su fe en mí para ganarla. A poco de que finalizase, una flecha de Paris alcanzó mi talón. Me miraba y no se explicaba cómo no me estaba muriendo. El teatro de mi vida tuvo que continuar. Me di la vuelta, saqué mi espada y me la clavé en el pecho. Nadie lo vio. Y ahora todos me conocen como Aquiles, el del talón.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El futuro del pasado es el presente



Estuve hasta mañana fabricando la máquina del tiempo.

La última copa

“La última copa, lo prometo”, dijiste tambaleándote. Que la cirrosis, papá, que tu hígado, que tu salud, que recuerda lo que el doctor te advirtió, que por favor, papá…
Te despiertas una mañana, dónde está mi whisky, dónde dejé las llaves del auto, dónde me escondieron mis porros. Ya no te tropiezas con balones de futbol, ni con barbies desnudas, ni con mini superhéroes de plástico, ni con dulces ni crayones. Tus hijos ya no viven contigo, se mudaron de casa.
Sólo ella, sólo tu mujer que te sigue mirando con una súplica silenciosa desde el otro extremo de la cocina. Y tú no sabes que todavía te ama, que todavía te espera.
La próxima vez que te despiertas ya no estás en casa. Estás en una cama pequeña, envuelto en sábanas, inmóvil, adolorido, huele a hospital. Maldito olor a hospital que odias desde los siete años cuando a tu abuelo le dio ese infarto que le quitó la vida a tu papá también. Le preguntas al señor de bata blanca por tu mujer y él…

Ya sabes qué significa esa mirada cabizbaja, esas manos entrecruzadas, ya has vivido ese silencio de hospital. Ese hicimos-todo-lo-que-pudimos que no te creíste ni de niño.
Comprendes que ella tenía razón, que debiste escucharla, darle las llaves del auto. Comprendes, demasiado tarde, que la última copa (por la que tanto insististe) fue tu última oportunidad, la última vez que la viste sonreír.

Siete garabatos y medio

Había intentado suicidarse siete veces y media pero era inútil. Se volvía a despertar sobre el colchón ensangrentado, las sabanas en el suelo, sudoroso, cansado, llorando. Se volvía a despertar sin poder ponerle fin a la vida que ya no quería vivir.
Una noche, resignado, comenzó a escribir. Después de siete minutos y medio leyó su historia; entendió, entre letras y garabatos, el porqué de ese colchón manchado de sangre que su madre veía sin inmutarse. Para qué morir si nadie se va a enterar.
Escribió su vida para desangrarse de una forma más digna, menos bulliciosa. Él pensaba que se podía quitar la vida con una botella de tequila y una gillette desgastada. Se equivocó. Escribió sobre su vida y se dio cuenta de que al escribirla la perdía. Cuando leía la historia no se reconocía en ella. No me reconozco en estos putos papeles.
Entonces los garabatos le gritaron lo que necesitaba escuchar: hubiese sido mejor no nacer. Casi derrotado, reescribió la historia de su vida sin él.
A la mañana siguiente su madre entró a la habitación por primera vez en siete años y medio y gritando su nombre se aferró, sollozando, al cuerpo de su hijo que descansaba sobre un libro.
No necesitó volver a intentar suicidarse. Escribir le quitó la vida.

Duermes sola

Abres los ojos y ahí yace el reloj que él olvidó y ves que son las 2:00am y te incorporas de un salto y está nevando y sientes mucho frío y caminas hacia la ventana y te asomas y él todavía no ha llegado.
Tic-tac.
Abres los ojos, ves su reloj, son las 3:00am, te incorporas, hace frío, caminas hacia la ventana, te asomas, él todavía no ha llegado.
Tic-tac.
Abres los ojos. Reloj. 4:00am. Frío. Ventana. No ha llegado.
Tic-tac
Abres los ojos, te volteas, duermes sola.
Ventana. Frío. Nieve. Reloj. Cama. No, no va a llegar.
Tic-tac
5:00am. Teléfono. Siento mucho tu pérdida, Mila.

Un jueguito más

Mila es la única niña que no quiere jugar. Está en la cama con las piernas recogidas, el mentón sobre las rodillas, las manos entrecruzadas como si estuviera rezando, los hombros tensos y la mirada que no mira a nada. El resto de los niños son menores y la filmadora que descansa sobre la cómoda les resulta fascinante. El señor de cabeza calva y estómago hinchado les ha ofrecido ser protagonistas de una película romántica.
- Anda, vamos a jugar –le insiste Daniel.
Su pantalón gris ya está en el suelo, el calzoncillo de Mickey Mouse asoma por debajo del sillón. Mila mira con el rabillo del ojo la puerta entreabierta del baño. Se encoge más y más; hasta convertirse en una bola humana diminuta y temblorosa.
- Esto no es un juego, Daniel –le intenta advertir más como un deber de conciencia que como un acto que albergue alguna esperanza.
Está segura de que Daniel querrá jugar porque el productor de cine puede ser muy simpático cuando lo desea.
La puerta del baño se abre de un golpe. Mila araña las sabanas. Le tiemblan las manos que ahora parecen garras de iguana queriendo desmantelar los tejidos de la cama del sótano de su casa. Desgarrar los tejidos y los secretos. Cierra los ojos.
- Esta niña preciosa es la protagonista de la película –dice el productor mientras la abraza por detrás y oprime la mano de Mila entre una sonrisa.
Los cuatro niños la miran asombrados, como si estuvieran viendo a Marilyn Monroe. Se apagan las luces. Mila no dice nada, ya sabe lo que debe hacer: Con los ojos cerrados y de manera automática se despoja del vestido rojo que su madre estaba planchando esta mañana.
-¿Ese vestido es tuyo, Mila? –le había preguntado su padre mientras resbalaba la mano por debajo de la mesa.
-Sí, me lo dio la abuela –dice intentando zafar la entrepierna de la mano áspera de su padre.
-Me gustaría ver cómo te queda. Póntelo hoy.
Mira a su mamá con una súplica callada que se pierde entre la lavadora de platos, los ladridos del perro del vecino y la leche que se derrama sobre la mesa. Hace tres años que no tiene sexo con su esposo y no sabe por qué.
Mila la escucha lavar los platos de la cena mientras se suelta el cabello, rizos negros azabaches. Su madre insistía siempre en llevarla al peluquero, pero Mila se negaba. En la habitación oscura de los viernes por la noche ella era protagonista de una película de horror y su único escudo eran los rizos que le cubrían el pecho.
- Tú, Daniel, acuéstate así… sí… ahora ven tú, eso es, abrázala, tócala. Sonríe, sí. Jueguen, sí. Mila, amor, juega con Daniel. Ya sabes cómo.
El juego y la película y la voz del productor se van apagando. Mila se duerme mientras actúa a ser algo que no es y que no quiere ser. El productor de cine se despide de los actores y les entrega su honorario en forma de caramelos.
- ¡Adiós, Mila! –le dicen, pero ella no los puede escuchar, no los puede mirar.
Está segura de que aunque ellos olviden esa noche, nunca podrán recostarse en la cama, ni sentir las manos de otro en su piel, ni estar cómodos ante la palabra juego. Sabe que les dolerá, cerrarán los ojos, se sentirán pequeños. Cerrarán los ojos porque es más fácil crear utopías en la oscuridad.
Mila se recuesta sobre la cama hecha un ovillo. La función no ha terminado, pero está cansada, así que corre a su habitación, cierra la puerta con llave y se queda de pie con la oreja pegada a la puerta rezando porque su padre no la venga a buscar.
-¡Mila, Milaaa, Milaaaaaaa!
Escucha los pasos aproximarse.
-¿Amor? –le dice la voz del productor de cine desde el otro lado de la puerta.
-Estoy cansada –solloza.
-¡Un jueguito más! –le pide/ordena.
-No, no. ¡Por favor!
-¡Quita la maldita llave, puta! –le grita y empieza a patear la puerta.
Mila no dice nada, sabe lo que debe hacer. Cierra los ojos y lo deja entrar. El productor de cine le da un puñetazo en el rostro que la obliga a abrir los ojos y mirar a su padre. Le arranca el vestido rojo y con las manos temblorosas la zarandea del cabello. Rizos largos que arranca y que su hija extrañará desde ese instante. Se apagan las luces.
Mila yace sobre el suelo con un halo de sangre, desnuda, los huesos de sus caderas sobresalen, los rizos pintados de rojo y esparcidos por la alfombra. Tiembla. El padre se desploma junto a la cama y nota que sus piernas delgadas y velludas tiemblan también. Recuerda su niñez por primera vez en la vida.
Recuerda su niñez y cierra los ojos.

martes, 2 de diciembre de 2008

Desde luego

... y cuando me volví a girar, me gritó: "¡Te voy a cortar las cuerdas bucales!".
Ocho años después, acabé el curso de auxiliar de enfermería y ahora le puedo decir que no es bucales, sino vocales. Inculto.

Oleaje de alta mar

Enrique sacó de su caja metálica un cigarrillo, lo miró detenidamente y, cogiendo el mechero, lo encendió con lentitud observando todo el proceso sumido en el silencio. Le entusiasmaba el humo. Le encantaba ver cómo se expandía por todo el despacho formando unas graciosas ondas en el aire hasta que, finalmente, se difuminaban. “El humo es como la vida. Al prenderse descarga toda su energía, luego se diversifica por distintos caminos y, al final, desaparece”, escribió en su folio garabateado. A continuación observó cómo el humo le envolvía y se hacía parte de él dejándole un olor que le delataba: el humo es como el amor. Te embauca por completo, te apasiona, te deja huella y, al final, desaparece”. Se percató al instante de que había estado comparándolo con elementos inmateriales y, precisamente, el humo era totalmente perceptible. Se levantó con serenidad de su silla chirriante, miró por la ventana y vio cómo la lluvia caía provocando un sonido parecido al de un oleaje de alta mar. Acto seguido, volvió a su lugar enfrente del escritorio, entrecerró los ojos y, mirando el cigarrillo, dijo en voz alta: “El humo es como el mar”.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Un mocachino con vainilla y azúcar, por favor

Voy a besarte mucho tiempo, mucho tiempo. Pero primero tengo que verte, tengo que levantar el maldito teléfono, marcar tu número, pedirte perdón, invitarte a tomar ese café. Sólo así, sentados cara a cara en esa mesita de caoba con chicles pegados en la patas, podré besarte.No te llamé nunca, pero te juro que lo intenté. Y esperé tu llamada, te juro que la esperé. No te pedí perdón, pero sé que sabes que quería hacerlo. Aunque no te dije adiós, ni te pude mirar a los ojos, sé que sabes que te quise pedir perdón porque no cerré la puerta tras de ti, no la cerré cuando caminabas hacia tu auto, ni cuando lo encendiste, ni cuando te marchaste para no volver. Por eso voy a misa todos los días, con un estúpido anhelo de conseguir ese perdón que tú nunca me darás. Tampoco te invité a tomar ese café. Pero vine todos los viernes a la misma cafetería, en la misma esquina, a la misma hora, con el mismo vestido rojo que usé ese día. Incluso he pedido ese mocachino, sí, con vainilla y extra azúcar. La misma cafetería de la calle 23, a lado de tu piso.Sí, sí te vi pasar por aquí. ¿Que por qué no te detuve? Estabas sonriendo, de su mano estabas sonriendo. Qué te podía decir. Sé que siempre odiaste el café, que sólo te gustaba venir conmigo. Pero ibas de su mano. Ibas de su mano y estabas sonriendo.Acabas de llegar, por fin, pero no me ves. Quizá no me reconoces. Estos viernes dulces me regalaron libras de más y estoy cansada, me lo dice el espejo. El vestido rojo no me queda como antes, y si quiero ser clara, sólo ya no me queda. Te escucho, pides dos cafés. Un mocachino con extra azúcar y vanilla. Otro simple, leche desnatada, sin azúcar, por favor. Debe de ser para tu novia, esa niña rubia y anoréxica que camina siempre junto a ti con las piernas huesudas y rostro de calavera feliz. Ahora me has visto, sabes que yo sé que me has visto y bajas la mirada.Dije que te besaría mas nunca te besé. Tampoco volví a esa cafetería, ni volví a tomar un café, ni regresé a misa. Pero algunos viernes, inevitablemente, quiero marcar tu número.

Un cielo sobre el mesón de la cocina

- No cuentes las horas, mamá. Y baila mucho, mucho.
Yanina abrazó el rostro de su hijo con fuerza, lo besó en la frente
- Adiós, mijito –murmuró en medio de un suspiro agonizante. Ni una lágrima.
Era su primera vez en un avión. De pequeña, Yanina y su ñaño se recostaban sobre la hierba mojada a contemplar el cielo y si aparecía un monstruo volador, se inventaban cuentos sobre hombres famosos que volaban por el mundo sin enterarse.
- En los aviones no hay tiempo, no hay deberes -le decía su hermano mayor con los ojos cerrados.
Yanina sonreía, ella se imaginaba que los millonarios viajaban en sillones de oro, que bebían coca-cola sin límite y podían comprar chicles americanos sin mirar los precios.
Había pasado dos horas de vuelo y todavía no conseguía entender ese aparatito gris con los audífonos negros que se suponía, debía emitir alguna canción. Lo único cierto de todas sus historias sobre la hierba mojada era que en los aviones no hay tiempo.
- Las benditas dormilex no sirven pa’ lo que es na-da -le dijo a la señorita rubia que tenía estampada una mueca rosada abajo de la nariz. No, eso no es una sonrisa, pensó.
El aeropuerto de Barajas no olía a nada, se sentía en ningún sitio, como si estuviera de tránsito entre su vida y un futuro que de momento parecía incoloro, inodoro, vacío. A Yanina le encantaba de su Guayaquil que cada rincón desprendía un aroma distinto. Las paredes de casa estaban impregnadas de olor a sudor de caballo, paja húmeda y encebollado. El mercado a lentejas, grajo y caña de azúcar. Su aeropuerto, Mariscal Sucre, a Pinoklin y a polvo mojado.
Le entregó al taxista la dirección en una servilleta de papel arrugada.
- Inmigrante, ¿no? –Pregunta retórica-. Hoy el clima está un coñazo, te recibimos así.
Qué chuchas será un coñazo. Yanina le contesta mirando el retrovisor con una sonrisa débil y pequeña.
- Largo viaje. ¿Qué vienes a hacer aquí?
- Vengo a bailar.
- Vale, ya veo –el taxista le enseña sus dientes chuecos y amarillos de tanto fumar. Salgo de Ecuador y no encuentro ni unita sonrisa.
El viejo al volante se detuvo en un callejón gris, sombrío.
- Un par de manzanas y encontrarás tu bar –le explicó y acercó su mano para rozar el rostro de Yanina. Ella se apartó con un ademán tembloroso.
Caminó por lo que pudo ser un minuto o dos horas. Le dolía la espalda debido al peso de su equipaje, los dos días de viaje y el frío desconocido. Raquel, la secretaria del club de baile que la había contratado, describió un Madrid de telenovela: fama, lujos, dinero… baile… Yanina no veía más que vericuetos tristes a los que el sol parecía querer mezquinarles su luz. ¿Qué hago aquí?
Una valla pequeña con luces de neón rojas y amarillas: “El cielo”, la trae de regreso a casa y a los sueños que construyó sobre el mesón de la cocina cuando planeaba su futuro con su hermana, Micaela.
- Ñañita, regresarás millonaria y podremos montar una escuela de baile.
Al acercarse el ruido se volvía más irritable. ¿Reggaeton? Yanina era una experta en baile folclórico. Debe de ser un error.
Entró de cuclillas, jorobada… como si quisiera pasar desapercibida.
- ¡Tía! Soy Raquel, ¿cómo ha sido tu viaje? –una mujer alta y delgada le gritó desde la barra mientras hacía señas a un tipo gordo para que cargara con su equipaje.
Yanina le entregó sus pertenencias al fulano con la sensación de que se las estaban robando, de que ya no eran suyas. Raquel se aproximaba con pasos largos: llevaba puestos unos tacones de plástico plateados con lunares dorados. La abrazó con lo que pretendía ser una sonrisa y le entregó un chupito.
- De bienvenida –dijo acariciándole el brazo.
- No, no. Estoy cansada –Yanina se apartó con lentitud.
- Vale. ¡Iñaqui! –Raquel llamó a un chico de unos 16 años, pequeño y delgado como un palillo de dientes –él te enseñará tu habitación y te entregará tu atuendo. Te espero aquí en dos horas. Los clientes ya llegarán.
La falda y la blusa dorada parecían un bikini barato de los que usaría “Sharon la Hechicera”. Se lo probó y esquivó al espejo gigante que rodeaba la habitación. Tenía miedo de no reconocerse en él. Ni una lágrima.
Dos horas… ¿habrán pasado ya las dos horas? , se preguntó recostada sobre un colchón húmedo, tiritando.
La puerta se abrió de un golpe. Era Raquel semidesnuda, Raquel anoréxica, Raquel y su paraíso de papel.
- Sonríe, amor, ya están todos esperándote.
Miedo. Yanina no quería levantarse, sin pensarlo demasiado, bebió el chupito que le había vuelto a traer la mujer rubia con tetas operadas que prometía cielos y entregaba cenizas.
- ¡Que sonrías! –insistió al tiempo que encendía un cigarro.

La figura borrosa que la miraba desde el espejo ya no era Yanina. Ya no era la bailarina de música folclórica que había dejado Guayaquil en busca de algo mejor.
Aunque lo intentaba, había olvidado cómo hacerlo: ya no podía sonreír.