miércoles, 25 de febrero de 2009

La ventana sin cortinas

Quizá siempre intuí que lo mejor era ocultarlo. Afuera diluviaba, pero Emilio había cerrado las cortinas y el frío no nos alcanzaba. La niebla tampoco. No podíamos dormir, nunca podíamos dormir. Pero me gustaba aparentar que yo sí lo hacía entonces él acercaba su rostro hacia el mío y permanecía así, en silencio, sin tocarme. Un día me descubrió.
- Pensé que dormías – me dijo buscando mi mano bajo las sabanas.
- Me gusta que me beses así.
- Pero si no te estoy besando – dijo esbozando una sonrisa chueca e incorporándose.
- Cómo no, claro que sí – le aseguré.
- ¿Sabes qué estaba soñando? – cambió de tema.
No dije nada, se estiró hasta mi mesa de noche y encendió la lámpara. Se quedó a medio camino recostado sobre mi pecho.
- ¿Qué estabas soñando? – dije finalmente cuando supe que no apagaría las luces hasta que se lo preguntase.
- Tienes que volver.
- ¿A dónde?
- A tu casa. ¡A tu casa! Que por eso no podemos dormir.
- ¿Pero qué dices?
- Digo que extrañas a tu mamá, tienes que arreglar las cosas en tu casa.
- Ya, cállate – apagué la luz - basta ya, estás cansado, no sabes lo que dices.
Pero Emilio sí sabía lo que decía, cerré los ojos y solté un suspiro. No había nada más que decir, claro que extrañaba mi casa, quién no extraña su infancia. Siempre he creído que es como una enfermedad de los adultos: la añoranza por un pasado idílico cada vez que ves una foto tuya cuando todavía eras un piojo. Pero en mi casa casi no había fotos de mi infancia, todas se perdieron en El Niño del 96. Llegamos una noche y se habían empapado demasiadas historias que ya no recordaríamos y nadie dijo nada, nos resignamos a unas paredes peladas y a un recibidor sin la foto típica de primera comunión o de confirmación. De ahí que cuando yo cuando pensaba en casa sólo recordaba el sonido seco del portazo de mi padre, el tarareo sin sentido, el olor a cocoa y a café. Las tardes en que me quedaba solo viendo la tele.
- Soñé que regresabas a casa y tu madre seguía en la silla. ¡Que ella no estaba esperando que te fueses para ser feliz! Soñé que te está esperando a ti. Quiero que la invites.
- Pero qué dices, ¿que la invite a la boda?
- Sí.
- Estás loco o qué.
Él no me contestó, el silencio de la noche se apaciguó y poco a poco la habitación se llenó de luz; las cortinas no fueron suficientes para alargar la noche. Él tampoco pudo dormir y ni siquiera lo intentamos. A la mañana siguiente supe que debía partir, el sueño nos estaba consumiendo.


Mi madre estaba sentada en la misma silla de mimbre en que la que nos despedimos el día que partí a la universidad. Con ese vestido de un color que no sé descifrar, supongo que era verde oliva pero el detergente, el restriego y el frío lo destiñeron hasta convertirlo en eso, en un estropajo sin color. No notó mi presencia, permanecí en la puerta con mi maleta aún en la mano observando el vestido largo y viejo que se balanceaba al compás de la silla mecedora de mimbre. Y mi madre allí sentada frente a la ventana sin cortinas. Siempre ha odiado las cortinas, no sé por qué, pero le gusta espiar las gardenias y mirarlas crecer y morir, morir y florecer y crecer para volver a morir.
- Vittoria – dije finalmente.
Hablé casi susurrando y apoyé la maleta como quien apoya un bebé recién nacido en su cuna. Desde pequeño he visto alguna especie de magia en ese silencio de mi madre sentada mirando al jardín, como su refugio prohibido en el que nadie tiene permitido entrar, sólo ella y sus ventanas sin cortinas. Pero ya no tengo 10 años, ya no uso frenillos en los dientes, ya no espero la mesada de mi madre, ya no creo en Papá Noel, mi momento preferido del día ya no es la hora del postre. Ya no tengo reservado el derecho a preguntar por-qué a todo. Entonces no le preguntó por qué te pasas todo el día sentada allí, mamá. Ya no se lo pregunté de pequeño y hoy no se lo puedo preguntar, ya perdí esa oportunidad. Además creo que si lo hubiera hecho a los 10 años me hubiese contestado porque sí y yo hubiera tenido que sonreír con mi sonrisa estúpida de frenillos verdes y morados.
- ¿Mamá? – insistí.
Se volteó rápidamente con los ojos muy abiertos y el ceño fruncido. Se mantuvo así por unos segundos. Estaba vieja como su vestido, pálida como el paisaje desde su ventana, muy delgada. Por un instante no nos reconocimos pero pronto ella se levantó y corrió a abrazarme.
- Pensé que no vendrías este año – me dijo con el rostro escondido entre las arrugas de mi chaqueta.
- Vittoria…
- No me habías llamado. Un año, mijo, un año – dijo cuando me soltó y aprecié en su voz y en su mirada algo de enfado y de alivio al mismo tiempo -. Cada día te pareces más a Rafael – dijo refiriéndose a mi padre.
Yo no dije nada, ella ya sabe qué pienso de ese hombre. Bajé el cierre de mi chaqueta de cuero y mi madre se apresuró a quitármela. La colgó en el vestidor junto al recibidor; cargó mi maleta y se alejó con ella mientras me decía que la espere en la cocina. Mi casa, mi antigua casa, seguía casi igual que cuando era niño. Todavía había polvo en cada esquina, un ramo de gardenias sobre la mesa, el mismo mantel sucio, ese olor a cocoa y café. Por un instante no supe qué hacer, tenía sed, me acerqué al refrigerador pero luego me eché hacia atrás y la esperé hojeando lo primero que encontré sobre el mesón de la cocina, la guía telefónica.
- ¿Y cómo estás? – dijo al tiempo que apareció en la puerta.
- Bien.
- Me alegro, me alegro. La casa está muy sola.
- Como siempre. ¿Vittoria, no tienes frío? – le pregunté esperando que me diga que sí.
La casa, mi antigua casa, estaba helada como siempre. Pero yo ya no lo podía soportar. De pequeño hallaba formas de hacerlo, me robaba el secador de cabello de mi madre y lo escondía bajo las sabanas y cuando las noches eran demasiado frías lo encendía por unos segundos y me calentaba. Un día mi madre me descubrió, a partir de entonces no volví a hallar el secador de cabello en ningún sitio de casa y me tuve que conformar con una taza de chocolate caliente y los calcetines de Bob Esponja con un hoyo pequeño en el talón de mi pie izquierdo. Al frío nunca lo extrañé cuando partí a la universidad.
- Se han mudado unos nuevos vecinos, tienen un hijo precioso, rubio, grande. Se llama Antonio. Son una familia pequeña como nosotros.
- Ya… - dije rascándome la cabeza y mirando al techo.
El techo tenía todavía esa gotera, en la misma esquina. No lo podía creer.
- Mañana te arreglaré esa gotera – dije.
- Gracias. Te voy a dar un chocolatito caliente.
No dije nada, estaba a dieta. Había bajado 13 kilos, pero no, mi madre no lo había notado. Decidí sentarme en una de las sillas de madera y regresé la mirada al gotero. Mi madre tarareaba la canción que no pude descifrar, tampoco se lo pregunté. Y por qué estás tan delgada, eso quería preguntarle. Se deslizaba por la cocina haciendo todo de la misma forma que cuando era niño y me preparaba el desayuno. Los mismos cajones, el mismo sonido de sus pantuflas arrastrándose sobre el suelo de piedra con su rutina de cisne olvidado, la misma canción. Ese tarareo con sus labios casi cerrados, inmóviles, su rostro sin sonrisa. Ella nunca sonreía. Mi padre tampoco.
El aroma a cocoa y a canela apareció. Mi madre sacó una servilleta de papel de la estantería, la colocó bajo la taza y se acercó a la mesa, con un ademán delicado la colocó frente a mí y se sentó. Acerqué la taza caliente con las dos manos pero no la levanté para beber.
- Gracias – dije.
- De nada – contestó al tiempo que colocaba los codos en la mesa y apoyaba su rostro en las manos.
Noté que sus manos estaban viejas también. Ya no llevaba las uñas pintadas de rosa brillante. Ya no, ya no. Y no sé por qué pero le sonreí, le regalé una sonrisa de lástima. Ella permaneció en silencio sin moverse.
- ¿Piensas en mí? – dijo por fin alzando las cejas con seriedad.
- Claro, eres mi madre – contesté y levanté la taza de chocolate caliente que desprendía aquel aroma que antaño me podía atraer de cualquier sitio a la cocina de casa.
Fingí que bebía y al apoyar la taza de vuelta a la mesa volví a regalarle un gesto parecido a una sonrisa.
- ¿Pero cuando piensas en mí me extrañas?
- No sé, Vittoria, supongo que sí.
Estaba nervioso, traqueé mis dedos y recordé a Emilio. “No hagas eso, se te van a dañar tus manos”. Sí, pero él no estaba allí en esa mesa con la señora de rostro sin sonrisa y vestido viejo.
- ¿Quieres saber si yo te extraño? – me preguntó con la voz muy baja.
- No sé – mentí.
No lo quería saber. Intenté esquivar su mirada clavando la mía en el techo, en la gotera que nunca arreglaría. Luego volví a fingir beber un poco de chocolate, me mojé los labios.
- Vale, te lo diré. Extraño la esperanza que tuve siempre de que no seas quien eres. No extraño a este que me dice: Vittoria, Vittoria. Soy tu madre, ¿me estás escuchando?
- Sí, te estoy escuchando.
- ¡Sí!– me gritó con un tono quejumbroso – pero extraño la maldita esperanza. ¿Por qué me lo dijiste?
- ¿Por qué te dije qué?
- ¿Por qué me dijiste que eres?…
- Mamá…
Estaba nervioso. Planeé fingir beber más chocolate pero me detuve, qué me importa a mí que ella sepa que odio el chocolate. Aparté la taza de un golpe y se deslizó unos pocos centímetros.
- Ya no me gusta, Vittoria, el chocolate caliente.
- Eso, eso que me dijiste antes de irte a la universidad. Por qué me dijiste eso… - insistió.
- ¡Pero ya lo sabías! – grité y me levanté de la silla de un salto - me llevaste al psicólogo desde que lo recuerdo. Propósito de esta semana, pegado en el refrigerador: invitar a salir a una chica. ¿Te suena? ¡Tenía 12 años, mamá!
Permanecí junto a la puerta de la cocina preparado para salir corriendo. Estaba casi seguro de lo que vendría después, pero algo me mantuvo ahí para escucharlo, para vivirlo. Afuera un perro vagabundo hurgaba en las esquinas sucias y oscuras y una pareja de novios se comía a besos bajo el árbol del vecino. Quise ser ese perro yo también, quise ser ese chico con su novia hurgando entre sus pantalones, hubiera sido cualquiera en ese momento con tal de no ser yo.
- ¡Intenté curarte! Pero tú no querías estar sano. No me lo tenías que decir, pará qué me dañaste la vida, para qué. Yo soy Piscis, Pedro, ¡soy Piscis! Yo era feliz soñando.
Piscis, mi madre y sus estúpidos signos. Preferí no contestarle, hubiera tenido que gritarle. Subí a la habitación, a mi antigua habitación, a grandes zancadas y me di cuenta de que nunca fue mía, porque nunca me senté en esa cama, nunca abrí el armario, nunca leí un libro con tranquilidad. Me di cuenta de que cuando me fui de casa en realidad me fui a casa. Que Emilio era mi casa. Cuando Rafael, mi padre, aún no se perdía en sus vicios absurdos, en el alcohol y las mujeres, le gustaba entrar a mi habitación en las noches cuando yo ya dormía y sentarse a mirarme en la oscuridad. Yo me despertaba y él me daba un discursillo: que nunca seré padre, que nunca me casaré, que nunca tendré una familia, que me moriré solo, que me moriré joven, que no hay relaciones duraderas entre los homosexuales, que Emilio se va a ir a igual que todos, que no le voy a dar un nieto a mi mamá…

Pero es que a mí no me importa y me reservo el derecho a no decirte nada cuando me dices, Emilio, que si quiero me puedo ir. Porque el único que me debió decir eso fue mi padre cuando me despertó esa noche mientras yo fingía dormir y me obligó a dormir con él. Y me obligó a besarlo. Porque no me quiero ir de tu lado, Emilio, porque las gardenias siguen allí en el jardín y Rafael no ha regresado y por qué tengo yo que regresar entonces. ¿Por qué? Y a ti sí te pregunto por qué, porque tú no me dirás que soy inmaduro, que basta de preguntas de niños. Y este 25 de diciembre bajo el árbol me darás un regalo de Papá Noel y yo te regalaré las pantuflas moradas con lunares rosas y las usarás y yo no me voy a reír. Quizá hasta me regales unas medias de Bob Esponja y qué importa si hace frío, siempre podremos cerrar las cortinas y la niebla no nos alcanzará.
Te prometo que la quería invitar, pero cómo hacerlo. Me desperté la mañana siguiente y seguía allí, Emilio, seguía sentada en la bendita silla de mimbre. Cuando me acerqué a saludarla no se inmutó. Permanecí de pie a su lado, el chico del que me había hablado, el niño rubio, estaba afuera jugando con su perro. Curioso, que era el mismo perro que vagabundeaba la noche anterior.
- Necesito comprar unas cortinas – me dijo con la voz ronca, cansada.
- ¿Sí? – le pregunté sorprendido.
- ¿No ves lo que yo veo? ¿No ves que me duele?
Me tuve que ir, Emilio, después de comprarle unas cortinas negras muy gruesas me tuve que ir. Le dolía ver al chico que yo no era y si mi padre no ha vuelto es porque lo está buscando. Tenemos que escondernos, ¿a dónde quisieras ir tú?

domingo, 8 de febrero de 2009

Routine

Ya entra. Levántate.
Ya nos podemos sentar.
Escucha.
De pie.
Sentados.
De pie.
De rodillas.
De pie.
Oremos.
¿Qué?
Podéis ir en paz.
¿Cómo?
Espera, ya se va.