martes, 17 de enero de 2012

LOCA POR CONVICCIÓN

Me voy de kmbioyfuera, un blog que nació por culpa de una asignatura un poco aburrida y de un libro que nunca me leí y que se llama "la revolución de los blogs". A mí esto de los blogs no me sabe a revolución, sino más a bien a liberación.

Me voy de kmbioyfuera pero seguramente regresaré algún día para visitar a Inma de Reyes, mi colega de blog que también partió hacia otra isla cibernética que llama "La vorágine de lo inmaterial".

Me voy de kmbioyfuera más loca que nunca. Me robo los cuentos de kmbioyfuera que me provoca para no empezar un blog vacío.

Las páginas en blanco siempre me han resultado aterradoras.

Si me extrañas, estoy loca como siempre escribiendo mierdas sinsentido por acá: www.locaporconviccion.blogspot.com

Hasta pronto...
o hasta nunca. Como quieras.

domingo, 15 de enero de 2012

De ranas...

Abres los ojos y la rana… sigue rana.

Todo lo que toca es oro, dicen las viejas sin vida cuando hablan de ti.

Qué lástima que nunca haya sido así con aquellos exóticos seres de poco cerebro y sobredosis de seguridad que tanto te han fascinado siempre.

La billetera que nunca le llegará

- Si tú saltas, yo también.

Él esbozó una mueca torcida. Indescifrable. Una mueca con complejo de sacerdote bonachón. Grietas sinvergüenzas aparecieron alrededor de sus ojos achinados por el resplandor del sol reflejado en un Caribe que ya no recuerdo muy bien pero que me sabe a sal y a cuentos de hadas. Me levantó en sus brazos sin intentar siquiera educar aquella ridícula mueca que tanta gracia me causaba. Me reí.

Ha sido lo más cercano a una sonrisa que vi alguna vez en el rostro de mi padre.

- Vale, saltamos juntos entonces, me dijo sin romper aquella promesa de amor eterno que supongo que juró alguna vez en algún altar frente a la mueca que no dejaba de perseguirlo.

Mi padre no le temía a las alturas. Por supuesto que no. Yo lo sabía. Pero me gustaba ese juego idiota de condiciones y ese ir y venir del viento balanceando el bote con un ritmo acompasado. Mis hermanos menores, Rossana y Alessio, ya habían saltado y estaban en el mar chapoteando como burbujas de agua en plena ebullición.



Y yo, la mayor, “la-que-debe-dar-el-ejemplo”, enfrentada a aquel monstruo llamado Miedo en una batalla injusta. Una batalla más de las tantas que inundan el planeta. De esas que enfrentan al más débil contra el más fuerte. Todo un ejército de aire y agua limitado sólo por el horizonte en contra mío: una soldadita de doce años. El señor de mueca torcida era mi único aliado.

- ¡Mila!, ¡Mila!



Mis hermanos gritaban mi nombre con vehemencia. Yo los veía desde arriba (aunque me sentía mucho más abajo que ellos). Probablemente no nos separaban más de dos metros, pero para mí la distancia era infinita. Tan apartados los sentía que ni siquiera podía escuchar su voz. Me conformaba leyendo sus labios, sus bocas atragantadas con gargajos salados.

Como este complejo que tengo de campeona mundial de todo lo que me pongas enfrente no apareció de la nada sino que me acompaña desde que me acuerdo, decidí saltar. Podía morir en el intento, pero no decepcionaría a mis más fieles seguidores: mis hermanos menores. Orgullosos de mí siempre, incluso cuando evidentemente la batalla ya estaba perdida. A lo mucho podía conseguir firmar un acuerdo de paz. Pensar en la victoria era juego de ingenuos. A mí me encantaba, y me sigue encantando, ese despiadado juego. Un juego que se vende con apariencia de niño angelical pero que está irremediablemente condenado al mismo final: la decepción. Publicidad engañosa.

El aliado de mueca enigmática abrazó mi mano con fuerza, cerré los ojos. Sentía frío. Saltamos.

Ese salto me convirtió en una heroica guerrera, el triunfo o la derrota ya no importaban. Eran palabras que de pronto, en ese contexto azul y brillante, se convertían en hermanas gemelas. Podía caer en el campo de batalla como un tiburón martillo o como un inocente caballito de mar, podía ahogarme en un torbellino transparente o conquistar el vasto terreno salado haciendo las veces de gladiadora. Lo importante era que había desafiado y abrazado al Miedo. Lo importante era que lo había hecho de la mano de mi padre.



En el aire, antes de tocar fondo, deseé extender ese instante para siempre: la mueca indeleble, el reflejo de un intimidante mar, el inalcanzable horizonte, los gritos de mis hermanos ahogándose entre abanicos de agua salada. Deseé tanto extender ese instante.

Y es que el verano me resultaba efímero después de aquella noche cuando mi padre, sentado en su trono, me dijo que se iba: la situación económica en Ecuador nos había afectado a todos. Me hizo un gesto para que me siente en su regazo. Lo hice e inmediatamente me sentí segura.

- Tú eres inteligente, Mila, estoy seguro de que lo entiendes.

Yo no lo entendía, claro, pero me rehusé a decepcionarlo. Con toda la valentía que me exigía el cargo oficial de “Hermana Mayor” opté por mentir:

- Lo entiendo, pa.

Desde aquella noche todos los años eran sólo un conteo de semanas y días esperando el verano: ingratos meses en los que viajábamos a Tegucigalpa a visitar a papá. Nuestra madre nunca fue. La historia que nos vendieron fue que nos mudaríamos a Honduras toda la familia después de que mi padre se hubiese asentado en su nuevo trabajo. Pero ese día no llegó. Ese día no llegó y el nuevo trabajo se convirtió en el viejo trabajo. Y los veranos siguieron siendo sólo huérfanos veranos apartados de una vida en Ecuador que cada vez pertenecía más a nuestros nuevos yo-adolescentes y menos a mi padre. Su trono, el sillón azul marino frente a la televisión, adquirió un color grisáceo y fue reemplazado por un amplio sofá de cuero rojo con respaldar reclinable a control remoto.

A veces pienso que ellos siempre supieron que ese día nunca llegaría…



La instructora de buceo, una morenaza de ojos verdes a la que mi padre no dejaba de regalar muecas graciosas, nos dio las últimas indicaciones antes de comenzar. Tiritábamos. Emprendimos el descenso entre vericuetos de corales y joyas de mar, nadamos en contra de un frío espeso y despiadado que no sé por qué pero me resultó liberador. Vimos corales negros, mantarrayas, un pez sapo, la tortuga hawskbill, la anguila concha, peces loros, y dos horas de silencio. Y ahí flotaba la Verdad de un adiós definitivo sobre el regazo de mi padre, entre arrecifes de corales y la sonrisa chueca. Ahí estaba la Verdad pero yo me había vuelto tan amiga de la Mentira que cuando la tuve enfrente mío no la pude reconocer.

Mi aliado volvió a Ecuador ocho años después. El reloj corrió más deprisa y los últimos veranos antes de su regreso no fueron arrecifes encantadores, sino laberintos caprichosos con apariencia de pasaporte extranjero. Ya no era nuestro papá “el-héroe”. Ya no era nuestro papá “el-mejor-papá-del-mundo”. Ya no lo esperábamos. Pero cuando apoyó su maleta negra sobre el suelo de nuestra casa y escuchamos su áspera voz, inquilina a tiempo completo de una boca esclava al Marlboro rojo, corrimos a abrazarlo. Fue un momento de esos que podría vender Coca-Cola seguido de una ilusa invitación a que “disfrutemos la vida”.

Yo no sabía que dentro de esa maleta estaban aquellos papeles anfitriones de una juerga de firmas y abogados que pondrían punto final al matrimonio de mis padres. Yo no lo sabía y tampoco me sorprende no haberlo intuido porque era absurdo. Ulises no hubiera vuelto a casa para refrendar la separación con su familia de forma definitiva.

No te puedo decir cómo me enteré acerca de lo que albergaba la maleta de cuero de mi padre. No te lo puedo decir porque no lo recuerdo. Mi hermano Alessio sí que lo recuerda y si por alguna imprudencia tocamos el tema sus ojos se empapan. A mí me parece estar escuchando el final de una película en la cual me quedé dormida y no me interesa ver jamás. Pero lo abrazo y le digo que lo comprendo, que me siento igual, que las cosas pasan por algo… Mentiras puras y duras. Pero en eso me convertí: soy una mentirosa. Pinocha a las fuerzas desde pequeña cuando mi padre me pedía que le mienta y le diga que lo comprendía todo.

“El nuevo trabajo” de mi padre volvió a convertirse en una excusa que mis hermanos y yo aceptamos embriagados por la felicidad de tener de vuelta a nuestro papá.

Los domingos el nuevo trabajo se iba a la mierda y podíamos disfrutar una suerte de fin de semana veraniego. Una versión reducidísima de lo que eran nuestros veranos en Honduras. Domingos casi perfectos: una pizza, hora y media de dramas y chistes hollywoodenses, un helado de vainilla con chispitas de chocolate y un par de sermones inútiles pero bienintencionados que escuchábamos aparentando una pizca de interés.

Pero como todo lo bueno, esos domingos fueron fulminados por una repentina decisión que tomó mi madre de casarse con aquel hombre brillante por dentro y por fuera. Pero sobre todo por fuera. Como yo no quería vivir con un hombre tan brillante le pedí a mi padre que me reciba en su nueva casa con su nueva esposa.

Me lo dijo sin rodeos, quise gritar. Él nunca le temió a las alturas (eso siempre lo tuve claro) pero jamás imaginé que fuera capaz de saltar sin mí. Jamás imaginé que fuera capaz abandonarme en plena batalla. Quiso sentarme en sus piernas pero ya no cabía. El tiempo no había pasado en vano. Acomodarme en su regazo había dejado de ser una guarida de protección para convertirse en un atentado terrorista contra las delgadísimas piernas que sustentaban un cuerpo aún más escuálido. Sentados frente a frente, como dos adultos maduros, me tomó la mano y me lo dijo:

- Ahora no te puedo recibir en mi casa, mija. Estoy recién casado, es una situación delicada.

Nadó y buceó y vivió demasiado antes de darse cuenta de que yo no había saltado con él.

Cuando decidió volver yo ya me había ido muy lejos, demasiado lejos de aquellos veranos en las cabañitas de caoba en Utila en donde todo era posible, incluso convertirme en gladiadora de mar y ganar batallas que siempre estuvieron perdidas. Ya me había ido demasiado lejos de esos arrecifes en donde la vida era un guión por escribir en el que no existían reglas, en el que un “Deus ex Machina” podía solucionarlo todo de un instante para otro. Lo absurdo y lo improbable eran terrenos desconocidos para mí.

Cuando decidió volver yo ya era otra. Entró a mi casa como un extranjero extraviado. Creo que de no ser por la mueca torcida no lo hubiese reconocido jamás. La contemplé. Ya no me causaba gracia, y se asemejaba más a un gesto idiota de una mala película de Hollywood que a una sonrisa.

- Me había olvidado de cómo ser padre, Mila. Tú eres inteligente, sé que me entiendes.

No, yo no lo comprendía. Y me valía un carajo decepcionarlo. Pude haber mentido, después de todo él me había enseñado a hacerlo y había sido un gran maestro. Pero ese día preferí apostarle a la Verdad.

- No, no te entiendo.

Me tomó la mano fuerza y cerré los ojos y esa noche también tenía frío.

Papá, ya puedo saltar sola. A las fuerzas dejé botado al Miedo en plena carretera, cerré la puerta del auto y me largué rebasando todos los límites de velocidad. No me pudo alcanzar.


¿Sabías que dejaste olvidada tu billetera en el bote? Te la envíe por correo apenas pisé tierra, sí, ojala te haya llegado.

martes, 3 de enero de 2012

Narcisa

Narcisa conoció a su media naranja el día en que se inventaron los espejos. Y fue amor a primera vista. Tan enamorada estaba que cuando apareció su príncipe azul, ella se dio media vuelta y corrió.

Si siempre había criticado a los infieles, no iba a caer ella en el mismo saco de papas.

lunes, 2 de enero de 2012

Qué absurdo que es el mundo

Nunca entendiste cuál era el problema que parecían tener todos con eso que
llamaban soledad.

Es un desgraciado, por eso se va a morir solo, escuchaste que le decía tu tía a tu madre refiriéndose a tu tío favorito. Entonces tenías sólo once años, una bicicleta roja que te acababa de regalar Papá Noel y un par de amigos mocosos. Te terminaste tu sopa tan rápido como pudiste y te largaste al patio a jugar solo.  Desde pequeño aborreciste las conversaciones absurdas. Preferías ni preguntar. Si no lo entendías seguramente era una pendejada. 



- Me temo que no hay nada más que podamos hacer por usted, señor - te dice ese hombre pequeño y gordo.

Te fijas en su bata blanca y larga. Le queda inmensa. Seguramente no hacen batas para doctores enanos. Te provoca reírte pero con el tiempo, y a la fuerza, has aceptado eso que dicen los más educados acerca de que hay un lugar y un momento para cada cosa. Tu intuición te indica que este no debe de ser un buen momento para reírte. Así que te mantienes serio como si realmente te importara un carajo lo que te está diciendo. Inspeccionas con la mirada los bigotes nítidamente perfilados que adornan el rostro de aquel enano con complejo de salvavidas.

- La quimioterapia no le está haciendo efecto - te dice el enano después de dos minutos. Como si no lo hubieras escuchado la primera vez.

Te provoca decirle que tienes cáncer, no sordera. Sin embargo, te asalta el recuerdo de tu tío favorito. Aquel gordo peludo que, en contra de todo pronóstico, se había muerto acompañadísimo. De pronto sientes una tremenda lástima por tu tío, aunque habías jurado nunca permitirte sentir algo tan espeluznante por ninguna de las pocas personas que no detestas. Pero no lo puedes evitar. Luego sientes un profundo orgullo de ti, que preferiste irte a tirar a una rubia espectacular en lugar de sumar molestias en la sala de espera del hospital en el que había muerto. 

- Vamos a contactar a sus padres, para que se pueda despedir. Si le gustaría que avisemos a alguien más no habría ningún inconveniente- te informa el gracioso salvavidas.

Ahí sí que se te olvidan los modales. Qué absurdo que es el mundo. Y qué barbaridad de idioteces que se pronuncian diariamente. Ya ni con un pie fuera de este planeta a uno lo pueden dejar de joder. Que en paz descanse, dicen cuando la gente muere. A ti te gustaría que no esperen a que estés bajo tierra para hacerse los generosos y andar regalando paz. 

Sueltas una carcajada sin el menor reparo. Después de todo aquel enano tampoco se había mostrado muy educado contigo. A la mierda la prudencia, piensas. Y te vuelves a carcajear.

- Doctor, estoy enfermo, no viejo - le explicas condescendientemente.
- Perdón, creo que no le he escuchado bien.

Con que el sordo ha sido el enano, piensas. 

- Sólo son los viejos quienes antes de  morir comienzan a negar lo que realmente son. A mí me gusta estar solo. Así que, con todo el respeto señor doctor, me gustaría morir de la misma forma en que he vivido. Y si lo que quiere es chismorrear a alguien sobre mi triste destino, vaya a llamar a su mujer o a su amante, pero con mis padres no se meta. 

El enano se queda tieso. No dice nada, sólo te contempla. Se acerca a ti como si sus ojos no dieran crédito a lo que ven. O mejor dicho, como si no dieran crédito a lo que escuchan.

 Te sientes una rata de laboratorio. Supones que el pequeño cerebro del salvavidas ya debe de estar elucubrando cómo embaucarte para que accedas a formar parte de algún experimento médico. 

Quieres librarte de ese patético hombrecillo. Estudias tus posibilidades. Largarte corriendo no es una opción, por muy desesperado que te encuentras no has perdido la cordura todavía. Intentar que te comprenda es una perdida de tiempo, lo sabes. Entonces decides que tendrás que actuar. No es ésta la primera vez que te toca aparentar ser "un tipo normal", como te dice tu hermano cuando te lleva a las cenas en casa de sus suegros. 
De pronto esas interminables sobremesas jugando a ser "uno más" cobran sentido, descubres su utilidad. 

Le sonríes al enano de la forma más normal y amable que has aprendido y le pides disculpas por tu insensatez.

- Debe de ser el cansancio, señor doctor- hablas también muy bien, como intuyes que deberías.
- O el shock. No acaba de recibir cualquier noticia. Es normal si desvaría un poco.

De pronto ya no eres una rata de laboratorio, sino un pobre enfermo terminal.  Qué duro. Qué triste. Qué injusto. Y tan jovencito...

- Puede llorar si quiere. O gritar. Lo importante es que no se guarde nada, porque luego es peor - te aconseja el enano y coloca su mano en tu hombro.

Mierda, ahora este es mi amigo, piensas asqueado. 

- Tiene usted tanta razón, doctor. Gracias por iluminarme. Necesito llorar.... - le dices bajando la mirada - pero me gustaría hacerlo solo. Ya sabe, para desahogarme y toda la cosa.

Y de pronto, sin darte cuenta, descubres que podrías haber sido un actor de primera. Pero la vida es tan desgraciada que te regala un bife de chorizo justo cuando se te caen los dientes.

El enano está conmovido. Te abraza con fuerza. Quieres apartarlo pero sabes que eso no va con el personaje que estás interpretando en ese momento. Así que esperas, con paciencia y como si te sobrara el tiempo, a que ese gesto de cariño llegue a su fin.

El enano te sonríe mientras se dirige a la puerta. 

- Doctor, por cierto, mi familia ya está en camino - le sonríes tu también.

Por fin se larga. Y hasta cierra la puerta. No te cansas de felicitarte por tus magníficos dotes de actor. Aunque te molesta terriblemente tener que andar mintiendo justo antes de partir. 

Todavía no entiendes este mundo tan absurdo. Todavía no entiendes  cuál es el bendito problema que tienen todos con la pobre señora de la Soledad. Decides que si te hubieras casado alguna vez lo hubieras hecho con ella, que seguro no te jodía mucho la vida.

Piensas que quizá si hubieras llegado a ser un viejo decrépito comprenderías mejor por qué ese afán de compañía que tienen todos. Pero afortunadamente Dios te regalaba la oportunidad de morir joven y cuerdo.

Y precisamente por eso... Solo.

 

 

domingo, 1 de enero de 2012

martes, 27 de diciembre de 2011

Mentira negra


A la gente le gusta preguntar. Yo odio responder. Sobre todo odio responder la verdad. Por eso digo que vivo solo porque mi mujer murió, nunca tuve hijos y detesto la vida social. Es una versión de mi vida que me acompaña todos los días. Lo curioso es que es una mentira que todos creen. Incluso tú. Sobre todo yo.

A Sabrina nunca le gustaron las mentiras, quizá por eso una mañana me desperté y ya no había nadie en mi casa.

No sé por qué he dicho que es mi casa… no es mía, no es de nadie. Está abandonada.

Mi primera mentira negra me jodió la vida. Tenía 23 años, una novia de revista y un par de sueños estúpidos: recorrer el mundo en motocicleta, encontrar el sentido de mi vida, no parecerme a mi padre y conocer a Michael Jackson. Ya… ya anticipé que eran estúpidos. Talvez por eso nunca se hicieron realidad, o quizá fui yo el estúpido que no los perseguí por miedo a fracasar. Quién sabe.

Yo acababa de regresar de España, donde estudié la carrera que mi padre escogió para mí. No me considero un abogado. No lo sentí así el día que recibí mi título universitario, no lo sentí así en los veintiocho años en que ejercí esa profesión, y menos aún lo siento así hoy. ¿Qué soy entonces? Un hombre. Punto final.

Conocí a Sabrina, la novia de revista, en una de esas fiestas a las que vas sin ganas pero que terminan siendo geniales. Te emborrachas y amaneces en la cama de una mujer divina que te prepara un café y… ¡ya está! Decides que ella tiene que ser la mujer de tu vida. ¿Por algo pasan las cosas, no?

Seis meses de Sabrina fueron suficientes para comprender que no era perfecta pero que yo tampoco podía aspirar a mucho más.

Sabrina estaba loca por mí…. y supongo que se podría que yo estaba loco por ella. Amaba su cuerpo, sus pechos, su espontaneidad y la forma en que dormida sobre mi pecho las noches parecían importantes. La forma en que a su lado yo parecía importante.

El día en que Sabrina y yo cumplíamos nuestro aniversario de 1 año juntos coincidía con el cuarto matrimonio fallido de mi padre. Digo fallido porque, si las cuentas no me fallan, los dos últimos matrimonios de mi padre no habían sobrepasado el año de vida. Por ende, se podía intuir que esta vez no iba a ser la excepción.

Mientras Sabrina me ponía la corbata morada que había escogido minuciosamente para que combine con su brillante vestido del mismo color, yo pensaba que si la abuela todavía viviese se negaría a asistir a la boda. Entonces yo tendría una aliada dentro de la familia y juntos nos sentaríamos a tomar vino en la sala de su casa mientras mi padre se encaminaba gloriosamente hacia su tercer divorcio.

Un splash de colonia me trajo de vuelta a la realidad. Sabrina me sonreía con la última fragancia de Gucci.

- Feliz aniversario, me dijo coqueteándome.

Así era Sabrina. Y supongo que así sigue siendo Sabrina. Para ella no existe regalo que no sea de su beneficio, incluso cuando se lo compra a otra persona. Llevaba tres meses insistiéndome que me compre la última colonia de Gucci, resignada me la regaló (o se la regalo) para nuestro aniversario.

- Gracias, nena.

Sabrina tampoco estaba encantada con la idea de pasar nuestro aniversario en medio de una colección de viejos verdes y mujeres gordas que soñaban con liposucciones y transplantes de senos. Sin embargo, se dibujó una sonrisa roja en la cara y me acompañó. A regañadientes pero lo hizo. Por eso era mi novia.

Llegué tarde y me fui temprano. Después del matrimonio Sabrina me propuso algo maravilloso:

- ¡Escapémonos a la playa!

La besé.

Dos horas después estábamos en el jacuzzi de la casa de playa de sus padres tomando vodka y escuchando música. Y fue ahí, con alguna canción romanticona de esas que les fascinaban a Sabrina, cuando tomé la primera decisión de mi vida. Estaba ebrio, es verdad, pero sobre todo estaba orgulloso de mi seguridad. Qué bien que me sentía.

Salimos del jacuzzi y abracé su cuerpo diminuto con fuerza. Tiritábamos de frío. Ella corrió hasta la cama y cuando la alcancé ya estaba esperándome desnuda. Qué preciosa que es, recuerdo que pensé.

Jugamos bajo las sábanas de la cama de mis suegros como dos niños después de comerse un arsenal de caramelos. Me parecía increíble que después de tanto tiempo a su lado todavía me podía emocionar con cada milímetro de su cuerpo desnudo. No sé cuánto tiempo pasó hasta que nos dio sueño. Exhaustos, cerramos los ojos abrazados.

No nos importó que la luz del baño se había quedado encendida. No nos importó que no habíamos usado condón. No nos importó nada.

Antes dormirme le dije lo que llevaba planeando durante treinta minutos.

- Cásate conmigo.

No recuerdo si me dijo que sí o que no. Sólo sé que pocos días después, mientras regresábamos de la playa, empezamos a planear nuestra vida juntos.

Yo no estaba ni feliz ni triste, estaba donde creía tenía que estar. Y eso, para mí, ya era mucho que decir.

Ella quería contárselo a sus padres primero. Yo acepté. Me armé de valor y agarré su pequeña mano con cariño mientras les daba la gran noticia. Lloraron (supongo que de felicidad). Sacaron champagne, pusieron música y me besaron y abrazaron durante toda la noche. Creo que se podría decir que fue una buena noche. Pero no estoy tan seguro de ello.

No te podría decir que me gustaban mis suegros, porque en realidad me parecían insoportables. Pero, en honor a la verdad, eran unos tipos con un gran corazón. Un poco idiotas, pero con un gran corazón.

Cuando se acabó el champagne nos fuimos a dormir. Sabrina estaba borracha, y supongo que yo también. Nos metimos a la cama desnudos, ella se acostó en mi pecho y con esos ojos de perro nervioso me hizo la Pregunta que me condenaría de por vida:

- ¿Estás seguro de que te quieres casar? Dime la verdad.

Maldita pregunta. Maldita sea. La miré, estaba insegura. No de ella, sino de mí.

Sabrina siempre fue una chica pilas, intuyo que descubrió (incluso antes que yo) que realmente no estaba seguro de querer condenarme a pasar toda mi vida a su lado. Yo permanecí callado mientras le sobaba el cabello, ella me miraba insistente y nerviosa.

Fue ahí cuando la embarré. Fue ahí cuando dije la primera mentira negra de mi vida.

- Por supuesto que sí, mi amor. Es lo que más quiero en este mundo.

Esa respuesta fue suficiente para ella.

Recuerdo con nitidez aquella noche… no porque fue la noche en la que comprendí que acababa de tomar la decisión más importante de mi vida.

La que lo cambiaría todo. Todo.

Recuerdo con nitidez aquella noche porque fue la última vez que pensé en Sabrina mientras le hacía el amor a Sabrina.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Tucentrismo

Desde tu ombligo voy recorriéndote con los dedos... subo por tu cuello, más ariba están tus ojos, esos dos que nunca abriste si no fue para mirar tu ombligo.

lunes, 8 de febrero de 2010

No era cuestión de tiempo

No era cuestión de tiempo. Tu ya lo sabías, ella también. Aún así se abrazaron y antes de cerrar la puerta no pudiste evitar decírselo.

- Quizá mi futuro está aquí… el tiempo lo dirá.
- Estate atento, no habla tan alto el tiempo.

Intentaste reír, pero sus chistes nunca habían sido graciosos.

Después de 4 años y medio te das cuenta de que el tiempo no habla, de que el tiempo no decide, de que el tiempo lo único que sabe hacer es suicidarse continuamente.

No fue el reloj, no fue el calendario ni la voz chillona de tu madre a través del teléfono intentando conseguirte esposa… no fue nadie más que tú quien decidido un futuro gris que se encuentra suspendido en el aire como si estuviese colgando de una cuerda floja. Estancado. Resignado.

Ella ya no vive en la calle 43, en el piso 8. Ella ya no está… y si tu futuro estaba con ella el tiempo fue lo suficientemente idiota como para no avisártelo. ¿Lo hubieses escuchado si te lo hubiese dicho?

No era cuestión de tiempo.
Tú ya lo sabías. Ella también. Por eso cuando te fuiste ella no perdió tiempo (siempre fue más lista que tú) y a los pocos meses aceptó ese trabajo que venía aplazando por miedo a perderte.

Miedo. Qué curioso.

No era cuestión de tiempo, era cuestión de valentía.
Desgraciadamente eso no se vende en el mercado.

Aún así


Se cortó el pelo, se lo tiñó de café y adelgazó 6 kilos. Incluso vendió las zapatillas rojas y se compró unas naranjas. Se transformó en otra.

Aún así él la encontraba en cada esquina de la ciudad, sus ojos cafés permanecían estancados en un pasado cuyo efímero recuerdo se había quedado atrapado debajo de la almohada.

Ella lo quería olvidar. Él no. Ella se transformó en otra… aún así cuando se miraba al espejo no podía evitar recordarse y extrañarse.

Recordar y extrañar a la mujer que era cuando él todavía vivía.

lunes, 1 de febrero de 2010

No sé por qué no lo hice

Después de demasiados días me lo topé en la calle más cerca de mi casa y más lejos de la suya. Nos detuvimos al instante, levantamos la mirada y no sonreímos. Él titubeo, se acercó un poco luego se arrepintió y alargó el brazo para saludarme, volvió a dudar. Para mí tampoco era fácil, cada día después del último día pensé qué pasaría cuando nos volvamos a ver. Finalmente, un poco avergonzada, lo admití: “Yo tampoco sé cómo”. Le sonreí con ganas y él permaneció inmóvil mirándome, mirándose en mis ojos. Mirándonos. “Sí, me he engordado”, le contesté cuando me lo preguntó con la mirada. Soltó una leve carcajada que sólo él y yo pudimos escuchar, una carcajada que se perdió entre el tumulto y el ruido de una calle en un lunes a las 6 de la tarde. Se calló tan pronto como recordó a lo que venía. Lo noté, no existían las coincidencias, no después de un adiós. Y estabamos en la calle más cerca de mi casa, más lejos de la suya. Más lejos, demasiado lejos de esa cama.
Levantó el rostro y me lo preguntó con la mirada tiesa. Frunció las cejas. No fue necesario que hablara. “Sí, es verdad” le contesté esquivando sus ojos. Supuse que se enteraría tarde o temprano.
Pero había sido demasiado temprano.
“Lo siento”, añadí y confieso que me arrepiento de haberlo hecho. A veces debería de ser un poco más como él y aprender a callar.
No había nada más que decir, sin embargo nos podríamos haber pasado el día así, adivinándonos las miradas y sonriendo esporádicamente.
Volvió a titubear, no sabía cómo despedirse; yo tampoco. Me provocó lanzarlo contra el dispensador de coca cola y darle un beso lento y largo, jalarle el cabello. Besarlo. No sé por qué no lo hice. Antes de que él pueda comenzar su patética indecisión con la mano extendida y la cara confundida me aferré a su cuerpo en un abrazo grande y sincero, lo rodeé con los brazos y cerré los ojos. Él tardo unos segundos en reaccionar, luego me abrazó con mucha fuerza, escondí mi rostro en su pecho. Había empezado a llover y no lo habíamos notado. Antes de soltarlo levanté el rostro y lo miré. Él me lo preguntó sin hablar. “Nunca”, le aseguré.
Nos soltamos, nos dimos la vuelta y nos fuimos. Nunca, nunca… se lo tenía que contestar. Después de todo, las preguntas más importantes son las que no se hacen con palabras. Ya lo sabía.
Mientras caminaba, unos segundos después de habernos separado, escuché que me gritaba: “¡Yo tampoco, nunca!”. Mantuve el paso firme y rápido, no me volteé. Estaba claro. Nunca. Nunca.

Nunca podremos mirar sin mirarnos. Nunca podremos besar sin recordar. Nunca podremos estar juntos y aún así notar cómo está el clima. O todo. O cómo está todo alrededor. Nunca

viernes, 15 de enero de 2010

Crear un texto es como estar enamorado: todo te recuerda a él.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Él

Los bolsillos de Andrés rebosaban de arena, tanto que cuando caminaba, se le escapaba grano a grano, y, si se detenía, unas montañitas inestables se levantaban a sus pies. Andrés estaba fascinado con la arena. La cogía, la dejaba caer entre sus dedos y reía.
Él se dirigía decidido hacia el mar, seguido por su mamá, que corría tras él cuidando que los obstáculos de arena no le hicieran tropezar. Temía tanto por su delicada cabeza... Quizá era demasiado protectora. Quizá fuera el miedo que le inundaba de que su hijito se lastimara de nuevo, como le ocurrió justo antes de que naciera, hace veinte años.

"Yo buscaba respuestas y alguna verdad"

sábado, 31 de octubre de 2009

Once upon...

Érase una vez... una vida con sentido.