miércoles, 27 de mayo de 2009

Como los alacranes

Después de que nació mi primera hija comenzó mi vida. Me cuesta recordar qué era lo que me motivaba a seguir adelante antes de su nacimiento, supongo que el inconsciente anhelo de llegar a tenerla algún día.

Sin embargo, cuando la llamé esa tarde me di cuenta de que era hora de recordarlo. Nunca me había parecido nada demasiado crucial. Si lo que recordaba de mis días más alegres y más tristes estaba siempre relacionado con ella, me parecía normal.
Cuando la llamé esa tarde no me atreví a confesarle que se estaba cargando con todo. Con todo lo que me mantenía ahí. No me atreví, era imposible que me atreviese. Su voz sonaba demasiado lejana, lejana pero alegre. Traerla a mi lado sólo para escucharla más cercana hubiese sido como cargarme yo también con lo poco que quedaba. Pero quedaba tan poco...

Supongo que en eso consiste ser madre: sacrificar toda tu vida por una realidad maravillosa. Una personita maravillosa que si aprendes a querer seguramente dejarás volar. La dejarás ir como yo dejé irse a mi hija a estudiar a una universidad demasiado lejos, demasiado lejos. Y si no se hubiera ido quizá nunca nos hubiésemos enterado de nada. Ni yo, ni ella. Y yo seguiría pensando que si lo que recuerdo de mis días más alegres y más tristes está siempre relacionado con ella, es normal.

Y no es normal. No es normal que cuando la llamé esa tarde ella me haya dicho, con toda la serenidad del mundo (mientras sonaba en el fondo una canción de pop barato, y mientras sus dos compañeras de piso de desternillaban por alguna tontería que salía justo en ese instante en la televisión) que se había dando cuenta de que no quería regresar a casa.

- No piensas regresar a casa – repetí lo que ella me dijo, no tanto para asimilarlo (porque me quedó claro, a pesar del bullicio que se escuchaba a través del teléfono a millones de kilómetros de distancia), sino más bien con la estúpida esperanza de que ella se diera cuenta de que se había equivocado.

- ¡No! Deja ese canal – me respondió gritándole a su compañera de piso mientras la música y las risas no cesaban.

No dije nada por unos segundos y escuché su fiesta. Sonaba bien, sonaba lejana, sonaba a ella y no a mí.

- Quiero trabajar aquí, hay una empresa que me encanta. Se llama…

Y continuó, con toda la serenidad del mundo, cargándose con todo. Con todo.

Ya me lo había dicho mi madre hace muchísimos años, cuando me llamó (también estábamos a millones de kilómetros de distancia) y me pidió que la vaya a cuidar, que se había enfermado de cáncer, que me necesitaba, que por favor... por favor, hija....
Cuando me lo dijo titubeé y ella gritó: ¡Los hijos son como los alacranes!

Debo ser sincera… nunca me tomé la molestia de preguntarle qué tenían en común los alacranes con los hijos, ni siquiera con los humanos. Daba igual, estaba claro que no podía ser nada bueno.

Empaqué mis cosas, terminé con mi novio y la fui a cuidar.

Esta tarde, cuando escuché a mi hija contarme su plan de vida (en el que yo no figuraba), no me dieron ganas de decirle lo que pensaba: que sí, que los hijos son como los alacranes. Porque no quería que le pase lo mismo que a mí, ella tenía que poder guardar entre sus recuerdos momentos muy alegres y muy tristes, incluso antes de sacrificarlo todo por alguien más.

Así que le dije, intentando sonar alegre: me parece genial, Milah. Suena muy interesante esa empresa.

Cerré el teléfono y regresé al comedor. Gustav, mi esposo y padre de Milah, me seguía esperando.

- Y bien, ¿qué te dijo?

Nunca había sido una experta mintiendo. Me mantuve en silencio por unos segundos.

- ¿Ya me puedo ir? – insistió.

Gustav llevaban meses intentando irse de casa. Yo le suplicaba que no me dejara sola.

- Sí, te puedes ir. Ella se me embarcará el primer vuelo y volverá a casa cuanto antes.

Cerró la puerta y nunca más lo volví a ver.

Todavía no puedo creer que ni siquiera me haya preguntado la reacción de su hija cuando se enteró que sus padres se iban a divorciar.

viernes, 15 de mayo de 2009

Culpable

Si cada vez que me despertara no hiciera tanto frío seguramente podría conquistar el mundo.

Pero la culpa no es del clima, ni siquiera de esta maldita ciudad. Ni siquiera del insoportable hombre del tiempo que sale en la tele. Ni siquiera es culpa mía que te abrí la puerta para que te vayas. Ni siquiera es culpa tuya, que dejaste olvidado ese beso en la almohada. Y se gasta, se desperdician nuestros besos. Ya no los tengo y si los tuviera no habría diferencia. Y hace frío, me estiro, abro los brazos, me volteo, me incorporo, me vuelvo a dejar caer en la cama que está demasiado vacía. No la puedo llenar.

Seguramente si estuvieras aquí tampoco podría conquistar el mundo. Quizá es culpa mía que no sé cómo hacerlo. Quizá el frío es la excusa.

lunes, 11 de mayo de 2009

Como si no nos conocieramos


No me llames, no me mires, no me saludes. Pretende que ni siquiera me conoces, por favor, ignórame. Como si no nos conociéramos. Pretende, siempre fuiste bueno actuando. Como si cada esquina de tu casa no guardara ese recuerdo, como si la cama te pareciese pequeña, como si las noches fuesen cortas, como si nunca hubieses escudriñado mis cajones en busca de una explicación. Como si no nos conociéramos.

¡Y cuánto me conoces!... ¡Y cuánto te conozco!

Te conozco tanto que sé que esto es lo querías que te pida, lo que querías escuchar. Te conozco tanto que sé que es más fácil para ti si me ignoras, si no me miras, si borras mi número de tu móvil.

Y me conoces tanto que sabes que esto que te pido es lo último que quiero. Lo último.

¡Cuánto nos conocemos!... nos conocemos tanto que irremediablemente terminamos queriéndonos. Nos conocemos tanto que a veces nos confundimos y no sabemos si siempre fuimos así o si nos estamos copiando el uno al otro. Nos conocemos tanto que estoy segura de que esta tarde, cuando me tope contigo en la fiesta, seré yo la que te ignore (aunque es lo último que quiero) y serás tú el que me mire y me hable (aunque te duela hacerlo).

Imposible. Porque todas las esquinas lo gritan. Todas.

domingo, 3 de mayo de 2009

Pequeñeces

Tus pies calientes acaban de tocar el suelo helado. Te miras al espejo y te frotas la cara con agua para aparentar que has dormido bien. Pero sonríes, porque hoy también lo has conseguido. Hoy también te has levantado antes de que suene el piri-pi-pi de tu despertador.