lunes, 8 de febrero de 2010

No era cuestión de tiempo

No era cuestión de tiempo. Tu ya lo sabías, ella también. Aún así se abrazaron y antes de cerrar la puerta no pudiste evitar decírselo.

- Quizá mi futuro está aquí… el tiempo lo dirá.
- Estate atento, no habla tan alto el tiempo.

Intentaste reír, pero sus chistes nunca habían sido graciosos.

Después de 4 años y medio te das cuenta de que el tiempo no habla, de que el tiempo no decide, de que el tiempo lo único que sabe hacer es suicidarse continuamente.

No fue el reloj, no fue el calendario ni la voz chillona de tu madre a través del teléfono intentando conseguirte esposa… no fue nadie más que tú quien decidido un futuro gris que se encuentra suspendido en el aire como si estuviese colgando de una cuerda floja. Estancado. Resignado.

Ella ya no vive en la calle 43, en el piso 8. Ella ya no está… y si tu futuro estaba con ella el tiempo fue lo suficientemente idiota como para no avisártelo. ¿Lo hubieses escuchado si te lo hubiese dicho?

No era cuestión de tiempo.
Tú ya lo sabías. Ella también. Por eso cuando te fuiste ella no perdió tiempo (siempre fue más lista que tú) y a los pocos meses aceptó ese trabajo que venía aplazando por miedo a perderte.

Miedo. Qué curioso.

No era cuestión de tiempo, era cuestión de valentía.
Desgraciadamente eso no se vende en el mercado.

Aún así


Se cortó el pelo, se lo tiñó de café y adelgazó 6 kilos. Incluso vendió las zapatillas rojas y se compró unas naranjas. Se transformó en otra.

Aún así él la encontraba en cada esquina de la ciudad, sus ojos cafés permanecían estancados en un pasado cuyo efímero recuerdo se había quedado atrapado debajo de la almohada.

Ella lo quería olvidar. Él no. Ella se transformó en otra… aún así cuando se miraba al espejo no podía evitar recordarse y extrañarse.

Recordar y extrañar a la mujer que era cuando él todavía vivía.

lunes, 1 de febrero de 2010

No sé por qué no lo hice

Después de demasiados días me lo topé en la calle más cerca de mi casa y más lejos de la suya. Nos detuvimos al instante, levantamos la mirada y no sonreímos. Él titubeo, se acercó un poco luego se arrepintió y alargó el brazo para saludarme, volvió a dudar. Para mí tampoco era fácil, cada día después del último día pensé qué pasaría cuando nos volvamos a ver. Finalmente, un poco avergonzada, lo admití: “Yo tampoco sé cómo”. Le sonreí con ganas y él permaneció inmóvil mirándome, mirándose en mis ojos. Mirándonos. “Sí, me he engordado”, le contesté cuando me lo preguntó con la mirada. Soltó una leve carcajada que sólo él y yo pudimos escuchar, una carcajada que se perdió entre el tumulto y el ruido de una calle en un lunes a las 6 de la tarde. Se calló tan pronto como recordó a lo que venía. Lo noté, no existían las coincidencias, no después de un adiós. Y estabamos en la calle más cerca de mi casa, más lejos de la suya. Más lejos, demasiado lejos de esa cama.
Levantó el rostro y me lo preguntó con la mirada tiesa. Frunció las cejas. No fue necesario que hablara. “Sí, es verdad” le contesté esquivando sus ojos. Supuse que se enteraría tarde o temprano.
Pero había sido demasiado temprano.
“Lo siento”, añadí y confieso que me arrepiento de haberlo hecho. A veces debería de ser un poco más como él y aprender a callar.
No había nada más que decir, sin embargo nos podríamos haber pasado el día así, adivinándonos las miradas y sonriendo esporádicamente.
Volvió a titubear, no sabía cómo despedirse; yo tampoco. Me provocó lanzarlo contra el dispensador de coca cola y darle un beso lento y largo, jalarle el cabello. Besarlo. No sé por qué no lo hice. Antes de que él pueda comenzar su patética indecisión con la mano extendida y la cara confundida me aferré a su cuerpo en un abrazo grande y sincero, lo rodeé con los brazos y cerré los ojos. Él tardo unos segundos en reaccionar, luego me abrazó con mucha fuerza, escondí mi rostro en su pecho. Había empezado a llover y no lo habíamos notado. Antes de soltarlo levanté el rostro y lo miré. Él me lo preguntó sin hablar. “Nunca”, le aseguré.
Nos soltamos, nos dimos la vuelta y nos fuimos. Nunca, nunca… se lo tenía que contestar. Después de todo, las preguntas más importantes son las que no se hacen con palabras. Ya lo sabía.
Mientras caminaba, unos segundos después de habernos separado, escuché que me gritaba: “¡Yo tampoco, nunca!”. Mantuve el paso firme y rápido, no me volteé. Estaba claro. Nunca. Nunca.

Nunca podremos mirar sin mirarnos. Nunca podremos besar sin recordar. Nunca podremos estar juntos y aún así notar cómo está el clima. O todo. O cómo está todo alrededor. Nunca