lunes, 2 de noviembre de 2009

Él

Los bolsillos de Andrés rebosaban de arena, tanto que cuando caminaba, se le escapaba grano a grano, y, si se detenía, unas montañitas inestables se levantaban a sus pies. Andrés estaba fascinado con la arena. La cogía, la dejaba caer entre sus dedos y reía.
Él se dirigía decidido hacia el mar, seguido por su mamá, que corría tras él cuidando que los obstáculos de arena no le hicieran tropezar. Temía tanto por su delicada cabeza... Quizá era demasiado protectora. Quizá fuera el miedo que le inundaba de que su hijito se lastimara de nuevo, como le ocurrió justo antes de que naciera, hace veinte años.

"Yo buscaba respuestas y alguna verdad"

sábado, 31 de octubre de 2009

Once upon...

Érase una vez... una vida con sentido.

sábado, 3 de octubre de 2009

El genocidio del tiempo

Y pasa el tiempo. Se va, no va a regresar, no vas a regresar... ya lo sé. Cada instante el tiempo fusila algo que se va y que no va a volver. ¿Cómo mantener los instantes a mi lado si por inercia absurda están predestinados a perecer? Instantes que se me escapan, que se deslizan casi imperceptibles. Yo ya lo sé. De ahí que ya no ponga el cerrojo, a veces incluso dejo la puerta abierta tras de mí aunque no venga nadie más.

Y pasa el tiempo. Y pasas tú. Y pasa él. Y pasan todos. Todos y todas... esos de “por allá” también pasan, te lo juro. Que la tele es una mierda pero es verdad que por allá también están pasando muchas (por no decir demasiadas) personas.

Y pasa el tiempo pero yo sigo sentada en la misma banca. No sé si alguien más escucha los resquicios del silencio que se esconden traviesos entre los instantes, y los coches, y el humo, y los gritos, y las risas, y los adioses, y el tiempo... y los insensatos panfletos propagandísticos que se venden con el nombre de libertad. Y la gente los compra, lo he visto. Lo veo todos los días. Te juro que los compran. El problema es que nadie encuentra ese instante que nos está gritando: ¡No lo hagas, no! (Ayer el autonombrado portavoz de la esperanza recibió una bofetada monumental; por un instante supe que todos estaban escuchando, pero sin creerse nada, un “yes we can” gastado que repitió con pequeñas variaciones al presentar una candidatura que apestaba a ruido de hospital. Fue la primera ciudad eliminada. ¡Bien hecho, CIO!) (Tema aparte: Madrid con "we believe"... copia barata... pero, en términos generales, muy bien la candidatura).

Quiero escuchar el ruido para distraerme y no notar cómo pasan, cómo corren (algunos caminan, algunas bailan, otros están perdidos y creen que están regresando pero en realidad se van) Pero el silencio que está tan lejano y aparentemente callado me llama. Nos llama a todos. Estaremos todos o ninguno de nosotros. Estaremos los dos o
no estará nadie. Yo también puede que me decida a dejar la banca.

Y pasas tú. Y pasa él. También los de ayer pasan de vez en cuando para hacerme recordar. ¿Lo recuerdan ellos también? ¿Lo recuerdas tú?

Si no pasara el tiempo fuera más fácil. Pero como diría ese chico que conocí ayer:(y como diría yo, y como dirías tú... como decimos todos para sentirnos mejor) así es la vida. Quiero pasarme yo también por el tiempo y contarle cómo se carga con todo. Todo.

Y pasas tú. Y pasa él. Y pasan todos. Todos y todo... esos de por allá también están pasando aunque no lo queramos recordar. Sí, el mundo se mueve, se derrumba... y tú tampoco has hecho nada.

Por allá.... sí, muy lejos de aquí... hay un incendio.

Las llamas se extienden, ¿sabes?

Yo lo sé y aún así sigo sentada en esta banca. Escribiendo mierdas.

Lo peor de todo es que ni siquiera creo en los bomberos.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Cambio y fuera

He olvidado olvidar.



(...)




Olvidaré recordar.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Como los alacranes

Después de que nació mi primera hija comenzó mi vida. Me cuesta recordar qué era lo que me motivaba a seguir adelante antes de su nacimiento, supongo que el inconsciente anhelo de llegar a tenerla algún día.

Sin embargo, cuando la llamé esa tarde me di cuenta de que era hora de recordarlo. Nunca me había parecido nada demasiado crucial. Si lo que recordaba de mis días más alegres y más tristes estaba siempre relacionado con ella, me parecía normal.
Cuando la llamé esa tarde no me atreví a confesarle que se estaba cargando con todo. Con todo lo que me mantenía ahí. No me atreví, era imposible que me atreviese. Su voz sonaba demasiado lejana, lejana pero alegre. Traerla a mi lado sólo para escucharla más cercana hubiese sido como cargarme yo también con lo poco que quedaba. Pero quedaba tan poco...

Supongo que en eso consiste ser madre: sacrificar toda tu vida por una realidad maravillosa. Una personita maravillosa que si aprendes a querer seguramente dejarás volar. La dejarás ir como yo dejé irse a mi hija a estudiar a una universidad demasiado lejos, demasiado lejos. Y si no se hubiera ido quizá nunca nos hubiésemos enterado de nada. Ni yo, ni ella. Y yo seguiría pensando que si lo que recuerdo de mis días más alegres y más tristes está siempre relacionado con ella, es normal.

Y no es normal. No es normal que cuando la llamé esa tarde ella me haya dicho, con toda la serenidad del mundo (mientras sonaba en el fondo una canción de pop barato, y mientras sus dos compañeras de piso de desternillaban por alguna tontería que salía justo en ese instante en la televisión) que se había dando cuenta de que no quería regresar a casa.

- No piensas regresar a casa – repetí lo que ella me dijo, no tanto para asimilarlo (porque me quedó claro, a pesar del bullicio que se escuchaba a través del teléfono a millones de kilómetros de distancia), sino más bien con la estúpida esperanza de que ella se diera cuenta de que se había equivocado.

- ¡No! Deja ese canal – me respondió gritándole a su compañera de piso mientras la música y las risas no cesaban.

No dije nada por unos segundos y escuché su fiesta. Sonaba bien, sonaba lejana, sonaba a ella y no a mí.

- Quiero trabajar aquí, hay una empresa que me encanta. Se llama…

Y continuó, con toda la serenidad del mundo, cargándose con todo. Con todo.

Ya me lo había dicho mi madre hace muchísimos años, cuando me llamó (también estábamos a millones de kilómetros de distancia) y me pidió que la vaya a cuidar, que se había enfermado de cáncer, que me necesitaba, que por favor... por favor, hija....
Cuando me lo dijo titubeé y ella gritó: ¡Los hijos son como los alacranes!

Debo ser sincera… nunca me tomé la molestia de preguntarle qué tenían en común los alacranes con los hijos, ni siquiera con los humanos. Daba igual, estaba claro que no podía ser nada bueno.

Empaqué mis cosas, terminé con mi novio y la fui a cuidar.

Esta tarde, cuando escuché a mi hija contarme su plan de vida (en el que yo no figuraba), no me dieron ganas de decirle lo que pensaba: que sí, que los hijos son como los alacranes. Porque no quería que le pase lo mismo que a mí, ella tenía que poder guardar entre sus recuerdos momentos muy alegres y muy tristes, incluso antes de sacrificarlo todo por alguien más.

Así que le dije, intentando sonar alegre: me parece genial, Milah. Suena muy interesante esa empresa.

Cerré el teléfono y regresé al comedor. Gustav, mi esposo y padre de Milah, me seguía esperando.

- Y bien, ¿qué te dijo?

Nunca había sido una experta mintiendo. Me mantuve en silencio por unos segundos.

- ¿Ya me puedo ir? – insistió.

Gustav llevaban meses intentando irse de casa. Yo le suplicaba que no me dejara sola.

- Sí, te puedes ir. Ella se me embarcará el primer vuelo y volverá a casa cuanto antes.

Cerró la puerta y nunca más lo volví a ver.

Todavía no puedo creer que ni siquiera me haya preguntado la reacción de su hija cuando se enteró que sus padres se iban a divorciar.

viernes, 15 de mayo de 2009

Culpable

Si cada vez que me despertara no hiciera tanto frío seguramente podría conquistar el mundo.

Pero la culpa no es del clima, ni siquiera de esta maldita ciudad. Ni siquiera del insoportable hombre del tiempo que sale en la tele. Ni siquiera es culpa mía que te abrí la puerta para que te vayas. Ni siquiera es culpa tuya, que dejaste olvidado ese beso en la almohada. Y se gasta, se desperdician nuestros besos. Ya no los tengo y si los tuviera no habría diferencia. Y hace frío, me estiro, abro los brazos, me volteo, me incorporo, me vuelvo a dejar caer en la cama que está demasiado vacía. No la puedo llenar.

Seguramente si estuvieras aquí tampoco podría conquistar el mundo. Quizá es culpa mía que no sé cómo hacerlo. Quizá el frío es la excusa.

lunes, 11 de mayo de 2009

Como si no nos conocieramos


No me llames, no me mires, no me saludes. Pretende que ni siquiera me conoces, por favor, ignórame. Como si no nos conociéramos. Pretende, siempre fuiste bueno actuando. Como si cada esquina de tu casa no guardara ese recuerdo, como si la cama te pareciese pequeña, como si las noches fuesen cortas, como si nunca hubieses escudriñado mis cajones en busca de una explicación. Como si no nos conociéramos.

¡Y cuánto me conoces!... ¡Y cuánto te conozco!

Te conozco tanto que sé que esto es lo querías que te pida, lo que querías escuchar. Te conozco tanto que sé que es más fácil para ti si me ignoras, si no me miras, si borras mi número de tu móvil.

Y me conoces tanto que sabes que esto que te pido es lo último que quiero. Lo último.

¡Cuánto nos conocemos!... nos conocemos tanto que irremediablemente terminamos queriéndonos. Nos conocemos tanto que a veces nos confundimos y no sabemos si siempre fuimos así o si nos estamos copiando el uno al otro. Nos conocemos tanto que estoy segura de que esta tarde, cuando me tope contigo en la fiesta, seré yo la que te ignore (aunque es lo último que quiero) y serás tú el que me mire y me hable (aunque te duela hacerlo).

Imposible. Porque todas las esquinas lo gritan. Todas.

domingo, 3 de mayo de 2009

Pequeñeces

Tus pies calientes acaban de tocar el suelo helado. Te miras al espejo y te frotas la cara con agua para aparentar que has dormido bien. Pero sonríes, porque hoy también lo has conseguido. Hoy también te has levantado antes de que suene el piri-pi-pi de tu despertador.

miércoles, 29 de abril de 2009

Carmen


Si no me quieres, te quiero.
Si te quiero, ten cuidado

jueves, 9 de abril de 2009

Porque no te detuviste a pensar. Por eso.

Ya cenamos, papá. Te esperamos demasiado tiempo. Le agarro el hombro con una mano y con la otra le levanto el rostro: nunca nos gustaron las albóndigas de carne, le explico.
Un beso en la frente, un par de segundos mirándonos con la cara muerta, sin ninguna expresión. Y la mueca torcida que le crea vericuetos débiles alrededor de los ojos... esa mueca ya no me parece una sonrisa.
Ya no.
Le cierro la puerta en las narices. Me asomo a la ventana y lo miro; mi padre nunca fue un tipo demasiado inteligente. Le toma unos segundos levantar el brazo y mirar su reloj: sí, son las siete de la noche, papá. Sí, seguimos cenando a las nueve.
Contempla su antiguo hogar por unos segundos, se voltea y emprende camino a no sé dónde. Camina sin mirar atrás, nunca regresa.

Siempre fui la única que no corrí tras los pasos de mi padre. Mi madre y mi hermano siempre lo hicieron. Lo siguen haciendo.

viernes, 13 de marzo de 2009

Busca, pues no encontrarás

He estado tres años, cinco meses, veintinueve días, dos horas y cuarenta segundos buscando inspiración. Al fin la he encontrado.
Y este ha sido el resultado.

Había perdido la esperanza porque, como los demás, había descubierto que la esperanza sólo aumentaba su desesperación (Ethan Canin)

martes, 10 de marzo de 2009

Isabella Durán

El ocho de marzo de 1989 nació lo que en su principio se llamó El bebé.
El ocho de marzo: día internacional de la mujer. Gran día.
El ocho de marzo de 2009 una gran mujer cumplió 20 años.

domingo, 8 de marzo de 2009

Epitafio

Nació. Creció. Me compró un coche, y murió.

miércoles, 4 de marzo de 2009

No se olvida

Y cuando la ves después de ocho años, eres tan imbécil que no se te ocurre decirle otra cosa, más que:
-No todas las palabras se las llevó el viento.

martes, 3 de marzo de 2009

Las 2 palabras prohibidas

- ¡Inma, hola! No sabes lo que me acaba de pasar...
- Isa, ¿qué paso?
- !Ay! casi me olvido - digo mientras corro a abrazarla - ¡¡¡F---- C-----!!!
- Gracias, gracias - contesta.
- Que hoy vamos a poner, en el trabajo, F..... C...., Inma - le insisto.
- No se te ocurra, Isabella. ¡Joderrr!
- Tu full tranquila, Inma... sólo... F..... C....

Sólo eso... a pedido de Inma: un micro micro relato.

C.... fatal, que la pases muy mal, que te aplaste un gorila.... jaja ¡ya sabes!
F C

miércoles, 25 de febrero de 2009

La ventana sin cortinas

Quizá siempre intuí que lo mejor era ocultarlo. Afuera diluviaba, pero Emilio había cerrado las cortinas y el frío no nos alcanzaba. La niebla tampoco. No podíamos dormir, nunca podíamos dormir. Pero me gustaba aparentar que yo sí lo hacía entonces él acercaba su rostro hacia el mío y permanecía así, en silencio, sin tocarme. Un día me descubrió.
- Pensé que dormías – me dijo buscando mi mano bajo las sabanas.
- Me gusta que me beses así.
- Pero si no te estoy besando – dijo esbozando una sonrisa chueca e incorporándose.
- Cómo no, claro que sí – le aseguré.
- ¿Sabes qué estaba soñando? – cambió de tema.
No dije nada, se estiró hasta mi mesa de noche y encendió la lámpara. Se quedó a medio camino recostado sobre mi pecho.
- ¿Qué estabas soñando? – dije finalmente cuando supe que no apagaría las luces hasta que se lo preguntase.
- Tienes que volver.
- ¿A dónde?
- A tu casa. ¡A tu casa! Que por eso no podemos dormir.
- ¿Pero qué dices?
- Digo que extrañas a tu mamá, tienes que arreglar las cosas en tu casa.
- Ya, cállate – apagué la luz - basta ya, estás cansado, no sabes lo que dices.
Pero Emilio sí sabía lo que decía, cerré los ojos y solté un suspiro. No había nada más que decir, claro que extrañaba mi casa, quién no extraña su infancia. Siempre he creído que es como una enfermedad de los adultos: la añoranza por un pasado idílico cada vez que ves una foto tuya cuando todavía eras un piojo. Pero en mi casa casi no había fotos de mi infancia, todas se perdieron en El Niño del 96. Llegamos una noche y se habían empapado demasiadas historias que ya no recordaríamos y nadie dijo nada, nos resignamos a unas paredes peladas y a un recibidor sin la foto típica de primera comunión o de confirmación. De ahí que cuando yo cuando pensaba en casa sólo recordaba el sonido seco del portazo de mi padre, el tarareo sin sentido, el olor a cocoa y a café. Las tardes en que me quedaba solo viendo la tele.
- Soñé que regresabas a casa y tu madre seguía en la silla. ¡Que ella no estaba esperando que te fueses para ser feliz! Soñé que te está esperando a ti. Quiero que la invites.
- Pero qué dices, ¿que la invite a la boda?
- Sí.
- Estás loco o qué.
Él no me contestó, el silencio de la noche se apaciguó y poco a poco la habitación se llenó de luz; las cortinas no fueron suficientes para alargar la noche. Él tampoco pudo dormir y ni siquiera lo intentamos. A la mañana siguiente supe que debía partir, el sueño nos estaba consumiendo.


Mi madre estaba sentada en la misma silla de mimbre en que la que nos despedimos el día que partí a la universidad. Con ese vestido de un color que no sé descifrar, supongo que era verde oliva pero el detergente, el restriego y el frío lo destiñeron hasta convertirlo en eso, en un estropajo sin color. No notó mi presencia, permanecí en la puerta con mi maleta aún en la mano observando el vestido largo y viejo que se balanceaba al compás de la silla mecedora de mimbre. Y mi madre allí sentada frente a la ventana sin cortinas. Siempre ha odiado las cortinas, no sé por qué, pero le gusta espiar las gardenias y mirarlas crecer y morir, morir y florecer y crecer para volver a morir.
- Vittoria – dije finalmente.
Hablé casi susurrando y apoyé la maleta como quien apoya un bebé recién nacido en su cuna. Desde pequeño he visto alguna especie de magia en ese silencio de mi madre sentada mirando al jardín, como su refugio prohibido en el que nadie tiene permitido entrar, sólo ella y sus ventanas sin cortinas. Pero ya no tengo 10 años, ya no uso frenillos en los dientes, ya no espero la mesada de mi madre, ya no creo en Papá Noel, mi momento preferido del día ya no es la hora del postre. Ya no tengo reservado el derecho a preguntar por-qué a todo. Entonces no le preguntó por qué te pasas todo el día sentada allí, mamá. Ya no se lo pregunté de pequeño y hoy no se lo puedo preguntar, ya perdí esa oportunidad. Además creo que si lo hubiera hecho a los 10 años me hubiese contestado porque sí y yo hubiera tenido que sonreír con mi sonrisa estúpida de frenillos verdes y morados.
- ¿Mamá? – insistí.
Se volteó rápidamente con los ojos muy abiertos y el ceño fruncido. Se mantuvo así por unos segundos. Estaba vieja como su vestido, pálida como el paisaje desde su ventana, muy delgada. Por un instante no nos reconocimos pero pronto ella se levantó y corrió a abrazarme.
- Pensé que no vendrías este año – me dijo con el rostro escondido entre las arrugas de mi chaqueta.
- Vittoria…
- No me habías llamado. Un año, mijo, un año – dijo cuando me soltó y aprecié en su voz y en su mirada algo de enfado y de alivio al mismo tiempo -. Cada día te pareces más a Rafael – dijo refiriéndose a mi padre.
Yo no dije nada, ella ya sabe qué pienso de ese hombre. Bajé el cierre de mi chaqueta de cuero y mi madre se apresuró a quitármela. La colgó en el vestidor junto al recibidor; cargó mi maleta y se alejó con ella mientras me decía que la espere en la cocina. Mi casa, mi antigua casa, seguía casi igual que cuando era niño. Todavía había polvo en cada esquina, un ramo de gardenias sobre la mesa, el mismo mantel sucio, ese olor a cocoa y café. Por un instante no supe qué hacer, tenía sed, me acerqué al refrigerador pero luego me eché hacia atrás y la esperé hojeando lo primero que encontré sobre el mesón de la cocina, la guía telefónica.
- ¿Y cómo estás? – dijo al tiempo que apareció en la puerta.
- Bien.
- Me alegro, me alegro. La casa está muy sola.
- Como siempre. ¿Vittoria, no tienes frío? – le pregunté esperando que me diga que sí.
La casa, mi antigua casa, estaba helada como siempre. Pero yo ya no lo podía soportar. De pequeño hallaba formas de hacerlo, me robaba el secador de cabello de mi madre y lo escondía bajo las sabanas y cuando las noches eran demasiado frías lo encendía por unos segundos y me calentaba. Un día mi madre me descubrió, a partir de entonces no volví a hallar el secador de cabello en ningún sitio de casa y me tuve que conformar con una taza de chocolate caliente y los calcetines de Bob Esponja con un hoyo pequeño en el talón de mi pie izquierdo. Al frío nunca lo extrañé cuando partí a la universidad.
- Se han mudado unos nuevos vecinos, tienen un hijo precioso, rubio, grande. Se llama Antonio. Son una familia pequeña como nosotros.
- Ya… - dije rascándome la cabeza y mirando al techo.
El techo tenía todavía esa gotera, en la misma esquina. No lo podía creer.
- Mañana te arreglaré esa gotera – dije.
- Gracias. Te voy a dar un chocolatito caliente.
No dije nada, estaba a dieta. Había bajado 13 kilos, pero no, mi madre no lo había notado. Decidí sentarme en una de las sillas de madera y regresé la mirada al gotero. Mi madre tarareaba la canción que no pude descifrar, tampoco se lo pregunté. Y por qué estás tan delgada, eso quería preguntarle. Se deslizaba por la cocina haciendo todo de la misma forma que cuando era niño y me preparaba el desayuno. Los mismos cajones, el mismo sonido de sus pantuflas arrastrándose sobre el suelo de piedra con su rutina de cisne olvidado, la misma canción. Ese tarareo con sus labios casi cerrados, inmóviles, su rostro sin sonrisa. Ella nunca sonreía. Mi padre tampoco.
El aroma a cocoa y a canela apareció. Mi madre sacó una servilleta de papel de la estantería, la colocó bajo la taza y se acercó a la mesa, con un ademán delicado la colocó frente a mí y se sentó. Acerqué la taza caliente con las dos manos pero no la levanté para beber.
- Gracias – dije.
- De nada – contestó al tiempo que colocaba los codos en la mesa y apoyaba su rostro en las manos.
Noté que sus manos estaban viejas también. Ya no llevaba las uñas pintadas de rosa brillante. Ya no, ya no. Y no sé por qué pero le sonreí, le regalé una sonrisa de lástima. Ella permaneció en silencio sin moverse.
- ¿Piensas en mí? – dijo por fin alzando las cejas con seriedad.
- Claro, eres mi madre – contesté y levanté la taza de chocolate caliente que desprendía aquel aroma que antaño me podía atraer de cualquier sitio a la cocina de casa.
Fingí que bebía y al apoyar la taza de vuelta a la mesa volví a regalarle un gesto parecido a una sonrisa.
- ¿Pero cuando piensas en mí me extrañas?
- No sé, Vittoria, supongo que sí.
Estaba nervioso, traqueé mis dedos y recordé a Emilio. “No hagas eso, se te van a dañar tus manos”. Sí, pero él no estaba allí en esa mesa con la señora de rostro sin sonrisa y vestido viejo.
- ¿Quieres saber si yo te extraño? – me preguntó con la voz muy baja.
- No sé – mentí.
No lo quería saber. Intenté esquivar su mirada clavando la mía en el techo, en la gotera que nunca arreglaría. Luego volví a fingir beber un poco de chocolate, me mojé los labios.
- Vale, te lo diré. Extraño la esperanza que tuve siempre de que no seas quien eres. No extraño a este que me dice: Vittoria, Vittoria. Soy tu madre, ¿me estás escuchando?
- Sí, te estoy escuchando.
- ¡Sí!– me gritó con un tono quejumbroso – pero extraño la maldita esperanza. ¿Por qué me lo dijiste?
- ¿Por qué te dije qué?
- ¿Por qué me dijiste que eres?…
- Mamá…
Estaba nervioso. Planeé fingir beber más chocolate pero me detuve, qué me importa a mí que ella sepa que odio el chocolate. Aparté la taza de un golpe y se deslizó unos pocos centímetros.
- Ya no me gusta, Vittoria, el chocolate caliente.
- Eso, eso que me dijiste antes de irte a la universidad. Por qué me dijiste eso… - insistió.
- ¡Pero ya lo sabías! – grité y me levanté de la silla de un salto - me llevaste al psicólogo desde que lo recuerdo. Propósito de esta semana, pegado en el refrigerador: invitar a salir a una chica. ¿Te suena? ¡Tenía 12 años, mamá!
Permanecí junto a la puerta de la cocina preparado para salir corriendo. Estaba casi seguro de lo que vendría después, pero algo me mantuvo ahí para escucharlo, para vivirlo. Afuera un perro vagabundo hurgaba en las esquinas sucias y oscuras y una pareja de novios se comía a besos bajo el árbol del vecino. Quise ser ese perro yo también, quise ser ese chico con su novia hurgando entre sus pantalones, hubiera sido cualquiera en ese momento con tal de no ser yo.
- ¡Intenté curarte! Pero tú no querías estar sano. No me lo tenías que decir, pará qué me dañaste la vida, para qué. Yo soy Piscis, Pedro, ¡soy Piscis! Yo era feliz soñando.
Piscis, mi madre y sus estúpidos signos. Preferí no contestarle, hubiera tenido que gritarle. Subí a la habitación, a mi antigua habitación, a grandes zancadas y me di cuenta de que nunca fue mía, porque nunca me senté en esa cama, nunca abrí el armario, nunca leí un libro con tranquilidad. Me di cuenta de que cuando me fui de casa en realidad me fui a casa. Que Emilio era mi casa. Cuando Rafael, mi padre, aún no se perdía en sus vicios absurdos, en el alcohol y las mujeres, le gustaba entrar a mi habitación en las noches cuando yo ya dormía y sentarse a mirarme en la oscuridad. Yo me despertaba y él me daba un discursillo: que nunca seré padre, que nunca me casaré, que nunca tendré una familia, que me moriré solo, que me moriré joven, que no hay relaciones duraderas entre los homosexuales, que Emilio se va a ir a igual que todos, que no le voy a dar un nieto a mi mamá…

Pero es que a mí no me importa y me reservo el derecho a no decirte nada cuando me dices, Emilio, que si quiero me puedo ir. Porque el único que me debió decir eso fue mi padre cuando me despertó esa noche mientras yo fingía dormir y me obligó a dormir con él. Y me obligó a besarlo. Porque no me quiero ir de tu lado, Emilio, porque las gardenias siguen allí en el jardín y Rafael no ha regresado y por qué tengo yo que regresar entonces. ¿Por qué? Y a ti sí te pregunto por qué, porque tú no me dirás que soy inmaduro, que basta de preguntas de niños. Y este 25 de diciembre bajo el árbol me darás un regalo de Papá Noel y yo te regalaré las pantuflas moradas con lunares rosas y las usarás y yo no me voy a reír. Quizá hasta me regales unas medias de Bob Esponja y qué importa si hace frío, siempre podremos cerrar las cortinas y la niebla no nos alcanzará.
Te prometo que la quería invitar, pero cómo hacerlo. Me desperté la mañana siguiente y seguía allí, Emilio, seguía sentada en la bendita silla de mimbre. Cuando me acerqué a saludarla no se inmutó. Permanecí de pie a su lado, el chico del que me había hablado, el niño rubio, estaba afuera jugando con su perro. Curioso, que era el mismo perro que vagabundeaba la noche anterior.
- Necesito comprar unas cortinas – me dijo con la voz ronca, cansada.
- ¿Sí? – le pregunté sorprendido.
- ¿No ves lo que yo veo? ¿No ves que me duele?
Me tuve que ir, Emilio, después de comprarle unas cortinas negras muy gruesas me tuve que ir. Le dolía ver al chico que yo no era y si mi padre no ha vuelto es porque lo está buscando. Tenemos que escondernos, ¿a dónde quisieras ir tú?

domingo, 8 de febrero de 2009

Routine

Ya entra. Levántate.
Ya nos podemos sentar.
Escucha.
De pie.
Sentados.
De pie.
De rodillas.
De pie.
Oremos.
¿Qué?
Podéis ir en paz.
¿Cómo?
Espera, ya se va.