domingo, 15 de enero de 2012

La billetera que nunca le llegará

- Si tú saltas, yo también.

Él esbozó una mueca torcida. Indescifrable. Una mueca con complejo de sacerdote bonachón. Grietas sinvergüenzas aparecieron alrededor de sus ojos achinados por el resplandor del sol reflejado en un Caribe que ya no recuerdo muy bien pero que me sabe a sal y a cuentos de hadas. Me levantó en sus brazos sin intentar siquiera educar aquella ridícula mueca que tanta gracia me causaba. Me reí.

Ha sido lo más cercano a una sonrisa que vi alguna vez en el rostro de mi padre.

- Vale, saltamos juntos entonces, me dijo sin romper aquella promesa de amor eterno que supongo que juró alguna vez en algún altar frente a la mueca que no dejaba de perseguirlo.

Mi padre no le temía a las alturas. Por supuesto que no. Yo lo sabía. Pero me gustaba ese juego idiota de condiciones y ese ir y venir del viento balanceando el bote con un ritmo acompasado. Mis hermanos menores, Rossana y Alessio, ya habían saltado y estaban en el mar chapoteando como burbujas de agua en plena ebullición.



Y yo, la mayor, “la-que-debe-dar-el-ejemplo”, enfrentada a aquel monstruo llamado Miedo en una batalla injusta. Una batalla más de las tantas que inundan el planeta. De esas que enfrentan al más débil contra el más fuerte. Todo un ejército de aire y agua limitado sólo por el horizonte en contra mío: una soldadita de doce años. El señor de mueca torcida era mi único aliado.

- ¡Mila!, ¡Mila!



Mis hermanos gritaban mi nombre con vehemencia. Yo los veía desde arriba (aunque me sentía mucho más abajo que ellos). Probablemente no nos separaban más de dos metros, pero para mí la distancia era infinita. Tan apartados los sentía que ni siquiera podía escuchar su voz. Me conformaba leyendo sus labios, sus bocas atragantadas con gargajos salados.

Como este complejo que tengo de campeona mundial de todo lo que me pongas enfrente no apareció de la nada sino que me acompaña desde que me acuerdo, decidí saltar. Podía morir en el intento, pero no decepcionaría a mis más fieles seguidores: mis hermanos menores. Orgullosos de mí siempre, incluso cuando evidentemente la batalla ya estaba perdida. A lo mucho podía conseguir firmar un acuerdo de paz. Pensar en la victoria era juego de ingenuos. A mí me encantaba, y me sigue encantando, ese despiadado juego. Un juego que se vende con apariencia de niño angelical pero que está irremediablemente condenado al mismo final: la decepción. Publicidad engañosa.

El aliado de mueca enigmática abrazó mi mano con fuerza, cerré los ojos. Sentía frío. Saltamos.

Ese salto me convirtió en una heroica guerrera, el triunfo o la derrota ya no importaban. Eran palabras que de pronto, en ese contexto azul y brillante, se convertían en hermanas gemelas. Podía caer en el campo de batalla como un tiburón martillo o como un inocente caballito de mar, podía ahogarme en un torbellino transparente o conquistar el vasto terreno salado haciendo las veces de gladiadora. Lo importante era que había desafiado y abrazado al Miedo. Lo importante era que lo había hecho de la mano de mi padre.



En el aire, antes de tocar fondo, deseé extender ese instante para siempre: la mueca indeleble, el reflejo de un intimidante mar, el inalcanzable horizonte, los gritos de mis hermanos ahogándose entre abanicos de agua salada. Deseé tanto extender ese instante.

Y es que el verano me resultaba efímero después de aquella noche cuando mi padre, sentado en su trono, me dijo que se iba: la situación económica en Ecuador nos había afectado a todos. Me hizo un gesto para que me siente en su regazo. Lo hice e inmediatamente me sentí segura.

- Tú eres inteligente, Mila, estoy seguro de que lo entiendes.

Yo no lo entendía, claro, pero me rehusé a decepcionarlo. Con toda la valentía que me exigía el cargo oficial de “Hermana Mayor” opté por mentir:

- Lo entiendo, pa.

Desde aquella noche todos los años eran sólo un conteo de semanas y días esperando el verano: ingratos meses en los que viajábamos a Tegucigalpa a visitar a papá. Nuestra madre nunca fue. La historia que nos vendieron fue que nos mudaríamos a Honduras toda la familia después de que mi padre se hubiese asentado en su nuevo trabajo. Pero ese día no llegó. Ese día no llegó y el nuevo trabajo se convirtió en el viejo trabajo. Y los veranos siguieron siendo sólo huérfanos veranos apartados de una vida en Ecuador que cada vez pertenecía más a nuestros nuevos yo-adolescentes y menos a mi padre. Su trono, el sillón azul marino frente a la televisión, adquirió un color grisáceo y fue reemplazado por un amplio sofá de cuero rojo con respaldar reclinable a control remoto.

A veces pienso que ellos siempre supieron que ese día nunca llegaría…



La instructora de buceo, una morenaza de ojos verdes a la que mi padre no dejaba de regalar muecas graciosas, nos dio las últimas indicaciones antes de comenzar. Tiritábamos. Emprendimos el descenso entre vericuetos de corales y joyas de mar, nadamos en contra de un frío espeso y despiadado que no sé por qué pero me resultó liberador. Vimos corales negros, mantarrayas, un pez sapo, la tortuga hawskbill, la anguila concha, peces loros, y dos horas de silencio. Y ahí flotaba la Verdad de un adiós definitivo sobre el regazo de mi padre, entre arrecifes de corales y la sonrisa chueca. Ahí estaba la Verdad pero yo me había vuelto tan amiga de la Mentira que cuando la tuve enfrente mío no la pude reconocer.

Mi aliado volvió a Ecuador ocho años después. El reloj corrió más deprisa y los últimos veranos antes de su regreso no fueron arrecifes encantadores, sino laberintos caprichosos con apariencia de pasaporte extranjero. Ya no era nuestro papá “el-héroe”. Ya no era nuestro papá “el-mejor-papá-del-mundo”. Ya no lo esperábamos. Pero cuando apoyó su maleta negra sobre el suelo de nuestra casa y escuchamos su áspera voz, inquilina a tiempo completo de una boca esclava al Marlboro rojo, corrimos a abrazarlo. Fue un momento de esos que podría vender Coca-Cola seguido de una ilusa invitación a que “disfrutemos la vida”.

Yo no sabía que dentro de esa maleta estaban aquellos papeles anfitriones de una juerga de firmas y abogados que pondrían punto final al matrimonio de mis padres. Yo no lo sabía y tampoco me sorprende no haberlo intuido porque era absurdo. Ulises no hubiera vuelto a casa para refrendar la separación con su familia de forma definitiva.

No te puedo decir cómo me enteré acerca de lo que albergaba la maleta de cuero de mi padre. No te lo puedo decir porque no lo recuerdo. Mi hermano Alessio sí que lo recuerda y si por alguna imprudencia tocamos el tema sus ojos se empapan. A mí me parece estar escuchando el final de una película en la cual me quedé dormida y no me interesa ver jamás. Pero lo abrazo y le digo que lo comprendo, que me siento igual, que las cosas pasan por algo… Mentiras puras y duras. Pero en eso me convertí: soy una mentirosa. Pinocha a las fuerzas desde pequeña cuando mi padre me pedía que le mienta y le diga que lo comprendía todo.

“El nuevo trabajo” de mi padre volvió a convertirse en una excusa que mis hermanos y yo aceptamos embriagados por la felicidad de tener de vuelta a nuestro papá.

Los domingos el nuevo trabajo se iba a la mierda y podíamos disfrutar una suerte de fin de semana veraniego. Una versión reducidísima de lo que eran nuestros veranos en Honduras. Domingos casi perfectos: una pizza, hora y media de dramas y chistes hollywoodenses, un helado de vainilla con chispitas de chocolate y un par de sermones inútiles pero bienintencionados que escuchábamos aparentando una pizca de interés.

Pero como todo lo bueno, esos domingos fueron fulminados por una repentina decisión que tomó mi madre de casarse con aquel hombre brillante por dentro y por fuera. Pero sobre todo por fuera. Como yo no quería vivir con un hombre tan brillante le pedí a mi padre que me reciba en su nueva casa con su nueva esposa.

Me lo dijo sin rodeos, quise gritar. Él nunca le temió a las alturas (eso siempre lo tuve claro) pero jamás imaginé que fuera capaz de saltar sin mí. Jamás imaginé que fuera capaz abandonarme en plena batalla. Quiso sentarme en sus piernas pero ya no cabía. El tiempo no había pasado en vano. Acomodarme en su regazo había dejado de ser una guarida de protección para convertirse en un atentado terrorista contra las delgadísimas piernas que sustentaban un cuerpo aún más escuálido. Sentados frente a frente, como dos adultos maduros, me tomó la mano y me lo dijo:

- Ahora no te puedo recibir en mi casa, mija. Estoy recién casado, es una situación delicada.

Nadó y buceó y vivió demasiado antes de darse cuenta de que yo no había saltado con él.

Cuando decidió volver yo ya me había ido muy lejos, demasiado lejos de aquellos veranos en las cabañitas de caoba en Utila en donde todo era posible, incluso convertirme en gladiadora de mar y ganar batallas que siempre estuvieron perdidas. Ya me había ido demasiado lejos de esos arrecifes en donde la vida era un guión por escribir en el que no existían reglas, en el que un “Deus ex Machina” podía solucionarlo todo de un instante para otro. Lo absurdo y lo improbable eran terrenos desconocidos para mí.

Cuando decidió volver yo ya era otra. Entró a mi casa como un extranjero extraviado. Creo que de no ser por la mueca torcida no lo hubiese reconocido jamás. La contemplé. Ya no me causaba gracia, y se asemejaba más a un gesto idiota de una mala película de Hollywood que a una sonrisa.

- Me había olvidado de cómo ser padre, Mila. Tú eres inteligente, sé que me entiendes.

No, yo no lo comprendía. Y me valía un carajo decepcionarlo. Pude haber mentido, después de todo él me había enseñado a hacerlo y había sido un gran maestro. Pero ese día preferí apostarle a la Verdad.

- No, no te entiendo.

Me tomó la mano fuerza y cerré los ojos y esa noche también tenía frío.

Papá, ya puedo saltar sola. A las fuerzas dejé botado al Miedo en plena carretera, cerré la puerta del auto y me largué rebasando todos los límites de velocidad. No me pudo alcanzar.


¿Sabías que dejaste olvidada tu billetera en el bote? Te la envíe por correo apenas pisé tierra, sí, ojala te haya llegado.

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