jueves, 4 de diciembre de 2008

Sí o no

Nonno, ¿crees en Dios?, le pregunta mientras apoya la copa de vino sin hacer ruido, mira hacia la ventana para que su abuelo no note la mueca que se dibuja en su rostro. Afuera su madre está tomando el sol mientras su padre lee el periódico, no se dirigen la palabra. La madre está quieta, preocupada por no moverse demasiado y que su esposo advirtiera que la gravedad también había pasado a cobrar cuentas por su silueta. Él pasa las páginas, ayer el presidente ha dicho que la crisis está en control y las páginas amarillas están vendiendo un camión con tres caballos de fuerza.

¿En Dios?, exclama el abuelo en medio de una carcajada. !Ay, Mila! Anda, sírveme más. Ella se incorpora y camina hasta la cocina. Regresa con otra copa de vino y se la entrega a su abuelo al tiempo que le da un beso en la frente. Entonces, nonno, ¿sí o no?, le insiste apoyando los codos en la mesa y su rostro sobre las manos. Ha empezado a llover, su madre se levanta y corre a la sombra. ¡Vaya clima!, dice el abuelo sin mirarla. Te cuento otra historia de la guerra.
Mila se echa hacia atrás decepcionada. Le encantaba oír las anécdotas de su abuelo en la Segunda Guerra Mundial, iba a escribir una novela acerca de ellas. “El viejo Africano”, incluso el titulo estaba ya decidido. Pero en ese momento le había hecho una pregunta y quería una respuesta.
Él reconoce en los ojos negros de su nieta los reproches de su mujer. Aquella señora grande y elegante que había sido víctima de sus locuras, aquella mujer a la que nunca le dio una respuesta. Por qué has llegado tarde, Vincenso. Y nada, él no decía nada. Le pedía una copa de vino, la besaba y le contaba alguna que otra peripecia.

Cómo te lo digo, empieza el abuelo tras un silencio incomodo. La madre ya está dentro, la escuchan tararear una canción de Silvio Rodríguez; la canción preferida de su esposo. Nonno, sólo tienes que decir sí o no, le explica Mila y levanta su copa para beber un poco más de vino y así estar en sintonía con su abuelo.

La madre aparece por la puerta, ha traído una bandeja de galletas. ¿Qué te de dicho, Mila, sobre el vino?, apoya la bandeja sobre la mesa, suspira y le arrancha la copa de la mano mientras fulmina a su padre con esa sonrisa que sabe que él odia. Mila sonríe también.¡Pero si es jugo de uvas!, grita el abuelo y se lleva las manos a la cabeza. ¡No, no!, esto no se ve en Italia. Mira a la pobre niña, está pálida, el vino le hará bien. La madre de Mila lo ignora y se marcha. Mila se encoge de hombros. Es mamá, le explica y coge una galleta. La aplasta con los dedos y saca sólo las chispitas de chocolate.

Están solos otra vez. El abuelo sabe que Mila lo está esperando. Yo no sé si existe Dios o no, dice finalmente y se bebe todo el vino de un sorbo largo. Se carcajea. Esta chiquilla había salido peor que su mujer. Yo no sé eso, Mila, pero lo que sí te puedo decir es que si existe, yo ya tengo un puesto de primera fila reservado en el infierno.

Le toma segundos darse cuenta de lo que acaba de hacer. Nunca había sido un hombre egoísta, claro que había sido mentiroso, mujeriego, tramposo... pero nunca egoísta. Qué bien se había sentido esa desnudez tan intensa. Los ojos de su nieta no cambiaron, continuaban así, inmóviles, como si esperarán una segunda carcajada, una explicación.

El abuelo se incorpora, sale al patio y se queda de pie bajo la lluvia; el agua se esconde entre sus arrugas. No hace frío. Su mujer, a la que nunca le dio demasiadas explicaciones, lo amó hasta el día de su muerte. Sonríe, a ella también le encantaba la lluvia. Él no la cuidó durante su enfermedad, pero en sus efímeras visitas al hospital, la nonna pedía que la maquillen, que le pongan ese vestido, que la peinen. Entonces él llegaba y la besaba. Dónde te habías metido, Vincenso, le susurraba. Estaba buscándote y ya te he encontrado, le respondía apretándole la mano con fuerza.

Mila esperó. Esperó a que pare la lluvia, que su padre terminé de leer el periódico, que su madre acabe de hornear... Se comió todas las chispitas de chocolate de cada una de las galletas que había en la bandeja. Mila esperó esa segunda carcajada que no llegaría.

Nunca más volvió a beber vino. Y si lo hacía, no tenía ningún problema con que su abuelo vea la mueca que aparecía en rostro.
Odiaba el vino, sí, siempre había sido así.

1 comentario:

inma dijo...

Hola tocaya,

Gracias por el post y gracias por pasarte, uno no recibe sorpresas de este tipo muy a menudo.

He visto que has añadido en tu blog a Microbíos; estás invitada a participar cuando quieras :)

Te leo pronto, que el puente me está dejando un poco tocada.

saludos