lunes, 1 de diciembre de 2008

Un cielo sobre el mesón de la cocina

- No cuentes las horas, mamá. Y baila mucho, mucho.
Yanina abrazó el rostro de su hijo con fuerza, lo besó en la frente
- Adiós, mijito –murmuró en medio de un suspiro agonizante. Ni una lágrima.
Era su primera vez en un avión. De pequeña, Yanina y su ñaño se recostaban sobre la hierba mojada a contemplar el cielo y si aparecía un monstruo volador, se inventaban cuentos sobre hombres famosos que volaban por el mundo sin enterarse.
- En los aviones no hay tiempo, no hay deberes -le decía su hermano mayor con los ojos cerrados.
Yanina sonreía, ella se imaginaba que los millonarios viajaban en sillones de oro, que bebían coca-cola sin límite y podían comprar chicles americanos sin mirar los precios.
Había pasado dos horas de vuelo y todavía no conseguía entender ese aparatito gris con los audífonos negros que se suponía, debía emitir alguna canción. Lo único cierto de todas sus historias sobre la hierba mojada era que en los aviones no hay tiempo.
- Las benditas dormilex no sirven pa’ lo que es na-da -le dijo a la señorita rubia que tenía estampada una mueca rosada abajo de la nariz. No, eso no es una sonrisa, pensó.
El aeropuerto de Barajas no olía a nada, se sentía en ningún sitio, como si estuviera de tránsito entre su vida y un futuro que de momento parecía incoloro, inodoro, vacío. A Yanina le encantaba de su Guayaquil que cada rincón desprendía un aroma distinto. Las paredes de casa estaban impregnadas de olor a sudor de caballo, paja húmeda y encebollado. El mercado a lentejas, grajo y caña de azúcar. Su aeropuerto, Mariscal Sucre, a Pinoklin y a polvo mojado.
Le entregó al taxista la dirección en una servilleta de papel arrugada.
- Inmigrante, ¿no? –Pregunta retórica-. Hoy el clima está un coñazo, te recibimos así.
Qué chuchas será un coñazo. Yanina le contesta mirando el retrovisor con una sonrisa débil y pequeña.
- Largo viaje. ¿Qué vienes a hacer aquí?
- Vengo a bailar.
- Vale, ya veo –el taxista le enseña sus dientes chuecos y amarillos de tanto fumar. Salgo de Ecuador y no encuentro ni unita sonrisa.
El viejo al volante se detuvo en un callejón gris, sombrío.
- Un par de manzanas y encontrarás tu bar –le explicó y acercó su mano para rozar el rostro de Yanina. Ella se apartó con un ademán tembloroso.
Caminó por lo que pudo ser un minuto o dos horas. Le dolía la espalda debido al peso de su equipaje, los dos días de viaje y el frío desconocido. Raquel, la secretaria del club de baile que la había contratado, describió un Madrid de telenovela: fama, lujos, dinero… baile… Yanina no veía más que vericuetos tristes a los que el sol parecía querer mezquinarles su luz. ¿Qué hago aquí?
Una valla pequeña con luces de neón rojas y amarillas: “El cielo”, la trae de regreso a casa y a los sueños que construyó sobre el mesón de la cocina cuando planeaba su futuro con su hermana, Micaela.
- Ñañita, regresarás millonaria y podremos montar una escuela de baile.
Al acercarse el ruido se volvía más irritable. ¿Reggaeton? Yanina era una experta en baile folclórico. Debe de ser un error.
Entró de cuclillas, jorobada… como si quisiera pasar desapercibida.
- ¡Tía! Soy Raquel, ¿cómo ha sido tu viaje? –una mujer alta y delgada le gritó desde la barra mientras hacía señas a un tipo gordo para que cargara con su equipaje.
Yanina le entregó sus pertenencias al fulano con la sensación de que se las estaban robando, de que ya no eran suyas. Raquel se aproximaba con pasos largos: llevaba puestos unos tacones de plástico plateados con lunares dorados. La abrazó con lo que pretendía ser una sonrisa y le entregó un chupito.
- De bienvenida –dijo acariciándole el brazo.
- No, no. Estoy cansada –Yanina se apartó con lentitud.
- Vale. ¡Iñaqui! –Raquel llamó a un chico de unos 16 años, pequeño y delgado como un palillo de dientes –él te enseñará tu habitación y te entregará tu atuendo. Te espero aquí en dos horas. Los clientes ya llegarán.
La falda y la blusa dorada parecían un bikini barato de los que usaría “Sharon la Hechicera”. Se lo probó y esquivó al espejo gigante que rodeaba la habitación. Tenía miedo de no reconocerse en él. Ni una lágrima.
Dos horas… ¿habrán pasado ya las dos horas? , se preguntó recostada sobre un colchón húmedo, tiritando.
La puerta se abrió de un golpe. Era Raquel semidesnuda, Raquel anoréxica, Raquel y su paraíso de papel.
- Sonríe, amor, ya están todos esperándote.
Miedo. Yanina no quería levantarse, sin pensarlo demasiado, bebió el chupito que le había vuelto a traer la mujer rubia con tetas operadas que prometía cielos y entregaba cenizas.
- ¡Que sonrías! –insistió al tiempo que encendía un cigarro.

La figura borrosa que la miraba desde el espejo ya no era Yanina. Ya no era la bailarina de música folclórica que había dejado Guayaquil en busca de algo mejor.
Aunque lo intentaba, había olvidado cómo hacerlo: ya no podía sonreír.

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